Entre silencios y gritos

Entre silencios y gritos

Miguel Meyer

03/05/2017

Seguramente alguna vez, ya que no sería de extrañar, hayáis salido de marcha por la noche y en vuestro camino de vuelta a casa (oh, hogar, dulce hogar), de lo agotados que estabais, tras haber parado por casualidad delante de un escaparate de un almacén de muebles, sofás y colchones, se os haya pasado por la cabeza la sensación de tumbaros en una de aquellas cómodas y cálidas camas para descansar toda la noche. ¿Sabéis a lo que me refiero, verdad? De acuerdo. Prestad atención a lo que os voy a contar.


Me separé de mis amigos a media noche dando largas zancadas y pegando tumbos como un reloj de cuco. ‘Bien, me quedan cuarenta minutos de caminata’, me dije para concienciarme de todo lo que tenía que andar hasta llegar a casa.

Las calles estaban completamente desiertas y, por si fuera poco, escasas farolas las iluminaban. Todo estaba en silencio, pero no uno de esos silencios creados por mudos. Era un silencio incómodo; un silencio que provocaba miedo. El único ruido que me acompañaba desde mi punto de partida eran mis pasos, pero no eran lo suficientemente sonoros como para romper la tensión que me provocaba aquella inquietante calma.

Empecé a acelerar mi paso hasta que llegué a una zona de naves industriales y distribuidoras iluminada por focos. El silencio había desaparecido gracias a los grillos que merodeaban ocultos tras las jardineras que quedaban enfrente de un almacén de muebles.

‘Mierda, se me han desabrochado los cordones’. Me acerqué a unas escaleritas para atármelos. Nada más incorporarme, observé un escaparate que albergaba una considerable cantidad de sofás: todos parecían ser suaves, cómodos… ‘Joder, lo que daría por dormir en uno de ellos para pasar la noche…,’ pensé mientras veía mi rostro reflejado en el cristal translúcido del dicho escaparate.

Me apoyé en esté y comencé a contemplar todo el recinto según me lo permitía la luz de los focos. Había sofás y camas muchísimo más cómodas que las que estaban expuestas. ‘Un momento, y si…’ Bajé las escaleritas del almacén y empecé a dar un rodeo para ver si existía la remota posibilidad de poder colarse por algún sitio.

Por la parte de atrás había unas escaleras que subían hasta la azotea, pero me quedaban demasiado altas. ‘Lógico, la seguridad’. Cogí todo el impulso que pude y pegué un salto hacia arriba que me permitió quedarme colgado en ellas. Una vez allí, tenía que hacer fuerza; mucha fuerza. Finalmente, conseguí llegar hasta la cima, pero con un dolor insoportable de bíceps. ‘Bien, ¿por dónde porras puedo entrar?’.

Hubo un instante en el que se me pasó por la cabeza si merecía la pena someterse a tanta aventura en vez de marcharme a casa. A fin de cuentas, iba a cometer un delito únicamente para poder acostarme en una de esas… ¿cómodas camas? En efecto, era eso: quería dormir en una de esas cómodas camas. Recuperé la compostura y reanudé mi proceso de búsqueda.

Deambulé por toda la azotea hasta que me vi enfrente de la puerta de una caseta. Intuía que iba a estar cerrada, pero debía intentarlo. Era el último sitio que me quedaba por comprobar. Apoyé la mano en el picaporte con la mínima esperanza de que estuviese abierta, lo apreté hacia abajo y… ¡Abrí la puerta! ‘¿Será que las escaleras son tan jodidas de subir que por eso no se encargan de cerrar este tipo de puertas?’, solté en voz baja, pero me importaba un carajo: una vez allí, debía continuar.

Entré, pero al cerrarse la puerta me quedé a oscuras. No había problema, tenía la luz del móvil. Iluminé la zona y contemplé un pasillo que iba hacia abajo gracias a unas escaleras de hormigón. Me dispuse a bajarlas a paso decidido. Una vez abajo, llegué a una sala en la que se filtraba parte de la luz de los focos de afuera. Eran las oficinas de atención al cliente. Como era obvio, a tales alturas no hacía falta decir que estaba tan desvelado que ya hacía esto más por curiosidad que por pasar la noche en aquel recinto.

Observé si había cámaras de seguridad o sensores de alarma. No me apetecía que la zona se llenase de coches patrullas por el hecho de que un huésped se haya colado en un almacén para echarse una cabezadita en un colchón nuevo. Sonaba tanto irónico como patético. Pero a quién pretendía engañar. No estaba donde estaba con el fin de delinquir, sino con el de descansar y, ya de paso, curiosear.

‘Todo parece estar normal y tranquilo’, pensé mientras continuaba fijándome en si había cámaras o sensores. Por lo visto, todos los que estaban colocados por el almacén estaban desconectados, es decir, no tenían ninguna lucecita roja o amarilla que manifestase lo contrario. Como no había ningún indicio de actividad, me apresuré y continué mi marcha.

Una vez cruzada la sala de oficinas, llegué a otro pasillo, el cual estaba iluminado por las luces de emergencia. En medio de éste había dos puertas enfrentadas. Al no descartar esta vez la posibilidad de que estuviesen abiertas, puse las manos en ambos picaportes e intenté abrir las dos a la vez, pero la que quedaba a mi derecha no se abrió.

No obstante, la habitación que aguardaba la otra debía ser una cámara interior o algo del mismo estilo, ya que estaba completamente a oscuras. No había luz alguna que se filtrase y hacía más frío que en el resto de salas. Saqué de nuevo mi móvil para iluminar, pero seguía sin apreciar nada. Pasé la mano por la pared para comprobar si había algún interruptor. Al final, conseguí palpar algo que parecía serlo. ‘¿Qué hago? ¿Lo aprieto? ¿Acaso estaré dónde no me llaman?’.

Las incertidumbres y el afán de curiosear se habían intensificado desde que pisé la zona de oficinas. ‘No le des más vueltas y continúa’, me decía una voz interior. ‘Lárgate de ahí, estúpido, esta no es tu fiesta’, me decía otra. ‘Joder, a la mierda…’, exclamé yo en voz baja. Parecía estúpido consultándole a la bondad y a la malicia las razones de mis actos. Hice caso omiso de lo que me decían las dos y apreté el supuesto interruptor.

En aquella oscura sala, bajo la luz de la penumbra, había una persona con una bolsa de plástico cubriéndole la cabeza, sentada en una silla de madera que crujía en cuanto se inclinaba hacia cualquier lado. Estaba con el pecho descubierto y vestía la parte inferior con unos pantalones desgastados y llenos de manchas rojas. Estaba nervioso y sudando a gota gorda.

Lo único que se podía escuchar en aquel luctuoso lugar eran los pasos de alguien que se acercaba a un ritmo constante, y un molesto goteo. Entonces la respiración y el ritmo cardíaco de aquella persona comenzaron a acelerarse fuertemente, por lo que empezó a pegar gritos de desesperación. No sabía dónde estaba; ni si quiera por qué estaba ahí.

El sonido de los decididos pasos cesaron y el ambiente volvió a quedarse sumergido en un profuso silencio. El hombre pensó que la persona que se estaba acercando hacia él le ayudaría, de manera que intentó pedir socorro una vez más. El eco de sus auxilios resonó por todas partes. Sin embargo, al no notar ningún indicio de movimiento, calló de nuevo. ¿Había realmente alguien delante de sus narices?

Podía oírle respirar; sabía que lo tenía delante. Intentó pronunciar sus últimos lamentos, pero, antes de que pudiese coger fuerzas para volver a chillar, aquel hombre le apuñaló en el pecho sin piedad. Un nuevo grito de dolor acabó con aquella inquietante calma. El hombre sacó el ensangrentado cuchillo y volvió a clavárselo, pero esta vez en el estómago.

La sala se inundó de agonía y de desquicio. Sus mayores temores se habían apoderado de aquel hombre que sufría sin parar. Intentó ver tras la bolsa que le cubría quién era su agresor, pero el dolor y las nauseas que sentía se lo impedían. Le ardían las tripas… vomitaba sangre… tenía miedo, mucho miedo… Ya ni le quedaban fuerzas para volver a gritar…

El hombre mantuvo el cuchillo clavado en el estómago y procedió a quitarle la bolsa de la cabeza. Primero desató el nudo del cuello poco a poco, deslizó la cuerda hacia abajo y, de una fuerte sacudida, le quitó la bolsa. ¡No podía ser! Era yo el que tenía el rostro cubierto de sangre y de moratones. Estaba muerto. Me sentí inerte. Aquel desgraciado había acabado con mi vida…

De repente, aquel desconocido clavó su mirada en la mía y sacó el cuchillo de mí. Se acercaba lentamente. No podía verle la cara, pero su presencia me aterraba. Cuando quise salir corriendo, empecé a formar parte de la nada…


Abrí los ojos y observé cómo un cúmulo de luz se filtraba por una ventana. La sala me resultaba familiar. ‘¿Dónde estoy?’ Me incorporé de sopetón y empecé a palpar el edredón que me arropaba: conocía su textura y su olor. Estaba en mi habitación tumbado en mi cama. Había tenido una pesadilla. Dejé escapar un gran suspiro y me llevé las manos al pecho. Todavía sentía algo de dolor. Aquel sueño parecía ser tan real…

‘Joder… al final llegué a casa’, pensé mientras dibujaba una sonrisa de idiota. Me levantéy empecé a estirarme. Todo estaba normal, nada fuera de lo común. De hecho, lo que más me llamó la atención fue que los nudos de uno de mis zapatos estaban desatados. Por lo visto nunca paré delante de aquel almacén de muebles para atármelos.

Salí de la habitación, pegué el último estirón y entré en el cuarto de baño. No había nadie en casa, o al menos no se escuchaba a nadie. Me quité la camiseta para meterme en la ducha, pero… ‘¡¿Qué cojones?! ¿Qué coño significa esto?’. Tenía tatuada una frase que trazaba todo mi cuerpo: “El miedo te enseñará a no caer en tentaciones la próxima vez”.

Nunca conseguí borrarla de mi reflejo.

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