Un día, sin importar mucho dónde ni cuándo, nació Jacques. La acción de haber nacido ya le hacía meritorio de ser querido por papá y mamá. Ellos también habían obtenido el título de padres con el nacimiento de Jacques, por lo que eran primerizos inexpertos, pero no por ello eran menos padres. Se encargaron de que al pequeño no le faltara nunca de nada, envolviendo a su retoño con todo el cariño que podían darle. Los pañales, biberones y paseos en carrito se convirtieron en una rutina agradable, que mecía a la familia en un suave compás de días, donde cada uno era igual de maravilloso que el anterior.

Fue tanto el amor que le regalaron que no había existido en el mundo ser humano que hubiera llegado a experimentar, en cualquier época ya pasada o venidera, un sentimiento tan puro de entrega absoluta, de forma incondicional y sin letra pequeña. En el hogar se respiraba un amor firme que llenaba cada habitación, una sinceridad que lejos de hacer daño, hacía crecer el corazón de Jacques dentro de su cuerpo. Pronto el pequeño dio por sentado que la consideración, el cariño, los buenos modales y la sonrisa franca en la cara era algo de lo que había que hacer gala siempre.

Lo que no sabían sus inocentes padres era que lejos de hacerle bien, estaban condenando a su hijo de por vida. El pequeño Jacques se sumergió en un mundo sensorial tan intenso que era incapaz de disfrutar cualquier cosa agradable, y mucho menos era capaz de experimentar dolor alguno. La burbuja de amor que le rodeaba le impedía apreciar el aroma de una flor o sentir el placer que proporcionan unos dedos cuando se deslizan sobre la espalda. Todo a su alrededor le parecía absolutamente mediocre: la educación de la gente y sus sentimientos, superficiales como un escaparate; el llanto de un niño cuando un globo se le escapaba de las manos o la sonrisa de un reencuentro.

Jacques vivió ajeno a ello hasta que fue lo suficientemente mayor como para ser consciente de su desgracia. Observaba cómo se comportaba el mundo a su alrededor y le atormentaba sentirse como si estuviera rodeado de gente que no hablara su mismo idioma.

Intentó librarse de su maldición de muchas maneras. Probó leyendo los libros más increíbles y viendo las películas más emocionantes; pasaba tardes enteras buscando una canción que le hiciese llorar o un amigo por el que partirse la cara, pero todos sus intentos fueron en vano. Era como intentar darle importancia a la magnitud de un problema de un niño de seis años: estaba tan por encima de todo eso que, paradójicamente, no podía comprender nada. Podía adaptarse, podía seguir las normas sociales que regían el mundo y dejarse llevar como un barco a la deriva, fingiendo cada gesto de complicidad o cada mueca de disgusto, pero lo hacía como un niño castigado en la arena de la playa, que lo que realmente desea es zambullirse en el agua y descubrir los tesoros que se esconden bajo la superficie, donde no todos se atreven a llegar.

Cuando ya se había dado por vencido, conoció a Lanye. La belleza de la chica consiguió hacerle notar como un pellizco justo debajo de las costillas. Fue la primera vez en su vida que Jacques sintió debilidad y a la vez fortaleza, miedo y alegría sin distinguir muy bien dónde estaban los límites de cada emoción, así que atraído por la curiosidad se dedicó a pasar todo su tiempo al lado de Lanye.

Junto a ella fue capaz de sonreír honestamente. Sus besos le proporcionaron las primeras cosquillas de su vida. Cada vez que la miraba fijamente a los ojos se asomaba al espacio, de mil colores y matices distintos, que le permitía viajar de una estrella a otra sin mover los pies del suelo. Su voz… ¡eso sí que era música! Podía escucharla charlotear durante horas, como si el sonido que emitía la muchacha al hablar fuera una obra maestra sobre un pentagrama.

Sin embargo, la belleza de la chica ocultaba un corazón vacío que jamás había sido amado. Sin que ninguno de los dos lo supiera, el amor de Jacques sirvió de alimento para la muchacha, que terminó por chuparle la vida poco a poco, haciendo que finalmente las tornas cambiaran por completo. Así, Lanye estaba cada vez más radiante, mientras Jacques se quedaba sin nada que llenara su piel y sus venas. Cuando no tuvo nada más que aprovechar de él, desapareció sin dejar rastro.

Por primera vez el dolor sacudió el alma de Jacques. Desprovisto de su amor omnipotente, vagaba sin rumbo pensando en Lanye. El romance que había vivido con ella había empujado sus límites hasta cotas insospechadas. Había funcionado como una bomba de aire en su corazón, agrandándolo cada día más hasta reventarlo. Su ya de por sí amor y entrega incondicional se multiplicaron al máximo cuando se trataba de ella, y una vez explotada la burbuja, se quedó sin nada que dar ni nada que recibir.

Igual que cuando era un niño, intentó cobijarse en los mismos escondites. Sin embargo esta vez fue más persistente, no porque fuera más paciente, sino porque era tal su vacío que se entregó por completo al tiempo, sin ser muy consciente de los días que pasaban ni de si hacía frío o calor.

Buscó consuelo en los libros. Muchos le hicieron sentirse desdichado, otros pocos le hicieron reír. Poco a poco, los acordes de algunas canciones empezaron a contarle historias al oído que le sobrecogían, e incluso unas lágrimas le sorprendieron en la escena final de alguna película. Varios de los conocidos a los que antes era incapaz de comprender pasaron a ser sus amigos. Cada uno aportó un granito de arena con el que el alma de Jacques se fue llenando.

Pasó mucho tiempo, pero finalmente el joven consiguió reponerse de la pérdida de Lanye, y más allá, consiguió sentir. La burbuja que le envolvió de niño se había roto para siempre, pero después de que Lanye le robara todo su ser, consiguió reconstruirlo y conseguir un equilibrio entre ambos sentimientos. Aprendió a disfrutar de las carcajadas y de las rabietas, de las noches con su luna y del sol y su calor.

Toda la historia se había esfumado de su cabeza por completo, cuando un día una mendiga le asaltó cuando subía al autobús.

-¡Jacques, ayúdame por favor!- le imploró.

Desde el escalón del autobús, al lado ya del conductor que se disponía a cerrar la puerta, Jacques se giró y se fijó en ella. En el primer vistazo le resultó extrañamente familiar y lejana a la vez. Era alguien que conocía muy bien y que a la vez era una completa desconocida. Sus rasgos se habían estropeado mucho: su piel estaba surcada de arrugas y sus ojos, otrora de mirada intensa y brillante, se habían convertido en dos lupas de plástico en los que no se atisbaba la chispa de entonces.

Reconoció a duras penas a Lanye, pero estaba tan cambiada que dudó al dirigirse a ella:

-La… ¿Lanye…?- atinó a decir.

-Sí Jacques, ¡Soy yo! Ayúdame por favor, todo ha sido un infierno desde que me fui…Soy incapaz de sentir…

Mantuvo la mirada clavada en él, gris, difuminada. Las lágrimas que anegaron sus ojos no le devolvieron su color original, mientras un silencio pesado calló como una losa en el espacio que los separaba

Al ver que Jacques no reaccionaba, prosiguió:

-¿Qué me hiciste? Toda la felicidad de entonces ha desaparecido y ahora… ¡No soy capaz de sentir! ¿Me entiendes Jacques? ¡Ayúdame!

Las puertas del autobús se cerraron, dejando a Lanye en la calle, en mitad de la acera. Mientras el vehículo se alejaba, Jacques se quedó mirándola hasta que se perdió en el horizonte. Curiosamente, en ese momento él tampoco fue capaz de sentir nada.

FIN

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