Hay niebla en la habitación y solo dos pueden verla.

Hay niebla en la habitación y solo dos pueden verla.

La habitación estaba llena de niebla, pero solo yo podía verla. La nube se mantenía en el aire, cerca del techo, amenazando con colarse entre mis labios y llenarme los pulmones de cemento.

Mi padre estaba sentado en la butaca, mirando la pantalla del televisor como si ahí se escondieran todos los secretos del universo. Entrecerró los ojos, apretó los labios. Casi pude ver cómo los pensamientos cruzaban su mente, a la misma velocidad con la que la pelota de tenis cruzaba la pantalla. El primer fallo del tenista vino acompañado de un bufido.

Saúl me puso la mano en el hombro y pegué un respingo. El sonido de la cubiertos en la cocina y la voz del comentarista aumentaron su volumen, el mundo pareció volver a ponerse en marcha, y la niebla se disipó.

—Voy a ayudar a tu madre en la cocina. ¿Te encargas tú de poner la mesa? —Hizo un gesto para señalar la mesa del comedor, detrás de la butaca donde estaba mi padre.

—Claro. ¿Para cinco?

—Para cuatro. A tu hermana se le ha complicado un paciente y no va a llegar a tiempo. Comerá algo en el hospital.

Tragué saliva.

—Genial. —Di un paso hacia delante, pero la mano de Saúl rodeó la mía y me detuvo. Su voz fue solo un susurro:

—Estate tranquila, Julia, todo va a ir bien. Estoy contigo. —Me dio un fugaz beso en los labios antes de marcharse del salón, dejándome a solas con una mesa vacía, mi padre y la niebla.

Mis manos fueron directas al último cajón de la cómoda, donde se guardaban los manteles. Y una vez ahí, de cuclillas, descubrí que prefería quedarme mirando el patrón de la tela antes que volver a enfrentarme a la niebla que nos envolvía. El partido de tenis terminó y dieron paso a los anuncios, pero mi padre no hizo ningún esfuerzo por cambiar de canal. Yo tampoco por levantarme.

Y entonces lo entendí: los dos estábamos escondiéndonos del otro, buscando un refugio. Los dos éramos conscientes de que aquella era la primera vez que estábamos solos en meses; quizás en años. Los dos veíamos la niebla y fingíamos que no estaba ahí.

Hubiera sido muy fácil quedarme en la comodidad de aquel mantel y perder los minutos contando sus líneas, pero mi padre y yo llevábamos años huyendo. Era ya demasiado tiempo fingiendo que no pasaba nada, aunque la niebla fuera cada vez más densa y más oscura. En aquel momento la sentía oprimiendo mis pulmones, luchando por instalarse dentro de mí.

Cerré el cajón, suspiré y me giré hacia mi padre con el mantel contra mi pecho, como si pudiera protegerme. Me obligué a dar un paso hacia delante. No soportaría una comida familiar más llena de heridas abiertas.

No fue mi primera pregunta, pero los dos sabíamos que llegaría. Hablé primero. Él me preguntó cómo le iba a Saúl en su nuevo trabajo, yo le pregunté cómo iban las cosas por casa, él me habló del alquiler, yo le pregunté por la niebla:

—¿Estamos bien, papá? —Mi voz se quebró con la última sílaba—. ¿Tú y yo?

Era una pregunta que llegaba mucho tiempo tarde. Sentí que la respuesta ardía en mi garganta, pero no era a mí a quien le correspondía contestar.

Como si hubieran dado el pistoletazo de salida, la niebla empezó a revolverse sobre nuestras cabezas; cada vez más oscura, cada vez más densa, cada vez más poderosa. Envolvió cada rincón del salón hasta que solo quedamos nosotros dos; dos personas que tenían demasiado que contarse. Dos heridos que fingían no ver las heridas.

Él abrió la boca para hablar, pero acabó apretando los labios y apartando la mirada.

«Por favor, di algo» grité en mi cabeza. «Cualquier cosa. Llevas mucho tiempo guardando silencio, llevas mucho tiempo ocultando tus miedos y tus penas y fingiendo que todo va bien. Quiero ser honesta contigo. Quiero poder enseñarte la persona en la que me he convertido y que tú te atrevas a mostrarme quién eres. Sin máscaras, sin mentiras. Quiero conocerte otra vez, papá. Conocer tus miedos. Tus dudas. Todo. Por favor, di algo, ayúdame, ayúdanos. Di algo».

La niebla se coló entre mis labios, se convirtió en humo y aprisionó mi garganta. Llenó mi sangre y nubló mis ojos. Cuando conseguí apartarme una lágrima, vi que él sonreía, como siempre, como si nada, y se daba media vuelta.

«Por favor».

No dijo nada.

***

La comida fue bien. Mi madre preparó su ya tradicional pollo al horno con patatas y Saúl me apretó la mano por debajo de la mesa cada vez que un recuerdo dolía demasiado. O una ausencia, como el asiento vacío de mi hermana.

Cuando acabamos de comer, mi madre fue la primera en levantarse a recoger la mesa; Saúl la siguió y se quedó en la cocina. Mi padre y yo volvimos a quedarnos solos, frente a frente.

Y quizás fuera el silencio, quizás fueran las palabras que tenía atravesadas en la garganta, quizás fueran las ganas de ver desaparecer el humo que nos envolvía de una vez, pero hablamos. Tímidos, al principio. Con cuidado, como si temiéramos despertar a un bebé. Como si temiéramos que la niebla se hiciera real.

Hablamos de la distancia que no se medía en kilómetros. Hablamos de todo lo que había cambiado en los últimos años. Hablamos de cómo los heroes que son los padres a nuestros ojos se transforman en humanos conforme crecemos. Y eso a veces duele, a veces salva. A veces esperas que de verdad sean tus héroes, que encuentren las palabras que te alivien, que te libren de las pesadillas como cuando eres niño. Otras veces te enfada saber que se equivocan y se equivocaron también cuando tú no lo veías. Y quizás los errores del pasado, los tuyos y los suyos, son los que te han hecho hoy la persona que eres.

Hablé de las veces que me faltó un héroe, antes de entender que yo misma me salvaría.

Habló de cómo llevaba años pensando que la niebla desaparecía si la ignoraba, pero ahora la veía más grande que nunca. Y quería que se marchara.

Hablamos del dolor. Hablamos de cómo solían ser las cosas y cómo eran ahora. Hablamos de todo lo que sentíamos roto dentro de nosotros. Hablamos de nuestra manera de sentirnos solos en aquella habitación.

Cuando Saúl volvió a entrar al salón, horas más tarde, el silencio por fin dejó de pesar. Casi sentí cómo la niebla se difuminaba sobre nuestras cabezas.

Aquella niebla eran todas las cosas que nos habíamos dicho y que necesitaban haberse dicho mucho antes. Confesiones, perdones y preguntas. Y me di cuenta, cuando Saúl me dejó apoyar la cabeza en su pecho y mi madre se unió al salón cargada con cuatro cafés, de que no había sido tan duro como pensaba. Por lo menos, ahora me sentía mucho más ligera que antes. Menos cansada.

Sabía que el frente seguía abierto y que había demasiadas heridas que aún no habían cicatrizado. Lo sabíamos los dos: acabar con la niebla llevaría tiempo. No teníamos las respuestas a todo. Él nunca fue un héroe, y no tenemos el poder de salvarnos el uno al otro. Aunque corriera la misma sangre por nuestras venas, seguíamos siendo dos personas distintas, cada una con su pasado, sus decisiones y sus cicatrices.

Pero ya no íbamos a dejar que el silencio nos alejara y nos consumiera. Hablamos y hablaríamos, seríamos honestos, diríamos que lo que nos ocurre es importante, que es importante luchar por nosotros. Por no perdernos.

Si algo aprendí cuando era niña, fue que amar es elegir hacerlo. Es elegir ser paciente y ser sincero y ser amable. Yo quería a mi padre, y ahora nos tocaba aprender a querernos mejor. Sin silencios, sin evasivas, sin disfraces. No teníamos que seguir fingiendo ser héroes para el otro.

Cuando volví a casa aquella noche le conté todo a Saúl. Noté en la forma en la que fruncía los labios que había cosas que él no entendía, porque su padre no era el mío. Porque nuestros padres habían dejado de ser solo padres y habían empezado a ser personas capaces de equivocarse, de enfadarnos, de enternecernos, de aliviarnos, de dañarnos.

Aquel domingo fue el día del padre en todo el mundo, pero detrás de esa palabra había demasiadas historias.

El padre que se fue.

El padre que murió.

El padre que nunca conociste.

El padre que está pero es como si no estuviera.

El padre que es bueno.

El padre que solía serlo.

El hijo que solía serlo.

El hijo que lo vio hace dos minutos, el que lo vio hace dos años, el que nunca lo ha visto.

Las palabras que nunca se dijeron, las promesas que nunca se cumplieron.

O las que sí.

Aquel día tuve que elegir abandonar la seguridad del mantel y arrastrar la niebla fuera. Elegí querer bien. Otros no tendrán ninguna niebla que arrastrar, otros la estarán creando, otros tendrán miedo.

Fuera como fuera, la caricia de Saúl me dejó el último recuerdo de aquel día: un corazón más ligero, una sonrisa más sincera, y pequeñas gotas de la lluvia cayendo con suavidad sobre mi piel. La niebla tardaría en irse, pero ya había empezado a desaparecer.

Ahora era lluvia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS