El regalo de Peter Pan

El regalo de Peter Pan

Ana Lucas

30/04/2017

Llega tarde, siempre llega tarde. “Respira hondo, no tengas miedo”, se dice a sí misma mientras intenta controlar el temblor de sus manos. El corazón le late aceleradamente. Llueve. Las gotas de lluvia se deslizan por su faz al compás de lágrimas silenciosas. Se ha apuntado a un curso de creación literaria en la única tarde libre que tiene a la semana. Fue un impulso súbito, presionó el botón de inscripción como impulsada por un resorte. Podría haberse apuntado a yoga, quedar para tomar café con alguna amiga o ir de compras, pero no. En realidad siempre ha querido escribir. Es una de esas cosas que siempre quieres hacer pero para las que nunca tienes tiempo, algo que se apunta en una lista de propósitos para año nuevo que terminan siendo papel arrugado en la basura, pero no, esta vez lo ha hecho.

Necesita escribir, necesita expresar con palabras que le da miedo pronunciar cómo se siente. Porque ella no es ella, porque es solo un alma en pena buscando su sombra, un fantasma que vagabundea por las calles para contemplar el entusiasmo de otros como un pobre miraría las joyas de un rico, como una meta inalcanzable. Se siente perdida, triste, hundida, destrozada. La vida no tiene sentido desde que él la dejó. Nada tiene ya sentido. Sólo han pasado tres meses. Tres minutos, horas, segundos… Las agujas del reloj avanzan pero el tiempo se detuvo cuando él la abandonó.

“Te echo de menos. Nada es lo mismo sin ti, llámame marica. Echo de menos el olor de tabaco de tus dedos cuando me acariciabas y me besabas el cuello, echo de menos el café y las migajas de pan de leche en las sábanas, echo de menos tu lengua de despedida con ese aroma a chicle de menta y ese frío metálico por el piercing al que no tardé en acostumbrarme, echo de menos que me abraces cuando tenga frío y que tus brazos sean esa montaña que me evade del resto del mundo, echo de menos que me digas chorradas mientras me despierto contigo y la forma en la que me miras cuando estoy recién levantada, echo de menos acostarnos y que el sexo sólo sea un detalle en todo ese ritual diabólicamente adictivo, tras el cual preparabas unos imponentes desayunos de bufé libre. Echo de menos tu barba con el aroma a espuma de afeitar que nunca entendí porque la barba seguía ahí, el aroma de tu ropa, la esencia de tu piel. Echo de menos cosas que no debería echar de menos, cuando lloro porque estoy sufriendo y puedo ver como se te parte el alma y las lágrimas que derramas por dentro porque no soportas que sufra, cuando alguien intenta ligar conmigo y le atacas con tu mirada felina y tu voz grave marcando territorio, echo de menos incluso tus calcetines y tu ropa sucia y sudada en el suelo del baño al venir de jugar al fútbol y ducharte, tus notas sin sentido en el frigorífico, la forma en que doblas las páginas de los libros porque pierdes todos los marca páginas, la manera que tienes de afrontar la vida. Echo de menos preguntarme cómo es posible que tuviera tanta suerte, no eres perfecto, no soy perfecta. De hecho, somos dos personas de lo más imperfectas que conozco, por no decir gilipollas. Pero creo que ambos éramos perfectos el uno para el otro.No creo en las almas gemelas pero es posible que el día que nos conocimos cayera una estrella fugaz o dos planetas salieran a tomar un helado y a pasear, porque no recuerdo nada que tenga más sentido que estar junto a ti. Echo de menos echarte de menos sabiendo que vas a volver tarde o temprano, echo de menos quererte”.

El recuerdo de la estación aquella mañana de jueves regresa a su mente una y otra vez. La primera y la última vez que lo vio fue allí… Tenía el pelo castaño, los ojos verdes y una sonrisa eterna en su rostro de niño travieso que no quiere crecer. Aquel Peter Pan con barba, en vaqueros, sudadera negra y mochila hippie apareció como un espejismo entre yuppies, pensionistas y adolescentes de excursión. Él incluso la llamaba “Campanilla”, porque era un hada pequeña pero con muy mala leche, y sobre todo porque echaba «polvos mágicos». Se enamoró de él nada más verlo y su vida cambió para siempre. Fue todo muy rápido. «Es un cabrón, no te quiere, para él solo eres un trapo de usar y tirar, te dejará plantada en cualquier momento, no te fíes de él, te hará desgraciada«. Todos le advirtieron, nadie aprobó su relación con él. Nunca fue fácil, siempre había algo que se interponía entre ellos, pero el tortuoso romance que mantuvieron no sólo no la hizo más desgraciada, sino que fue mucho más feliz de lo que había sido nunca. Portazos, peleas con gritos inhumanos, todas las lágrimas derramadas… ¿Y qué? Todo merecía la pena por estar a su lado. Él siempre conseguía darle la vuelta a todo. Por cada portazo que daba cuando se marchaba cabreado, siempre tenía las puertas abiertas para ella, para darle nuevos caminos a su vida, a su manera de pensar, de sentir, de amar. Todas las peleas, todo el daño que se hacían mutuamente, todas las lágrimas que derramó por él también equilibraban la balanza con las lágrimas de risa por sus bromas y el amor que creía ver reflejado en su rostro cuando la miraba sin que creyera que se daba cuenta. Él la hacía sonreír como nadie, una palabra, una caricia, un beso, un aliento suyo, cualquier cosa era un motivo suficiente para levantarse y afrontar lo que la vida le echara encima. Y entonces, justo cuando estaban en su mejor momento, todo acabó. A él le dieron una beca para marcharse a trabajar al extranjero. Él ni siquiera dudó, tenía claro que tenía que irse y ella ya no entraba en sus planes de futuro. Se marchó y no volvió…

Lo peor de todo es que lo ve cada día. Puede imaginar perfectamente cómo sale a correr a las ocho de la mañana o cómo desayuna café y donuts en la barra de un bar antes de ir a trabajar. Puede verlo leyendo una novela negra o histórica en su lado del sofá, para luego quedarse durmiendo con las gafas resbalando por la nariz. Puede verlo cuando queda con sus amigos para tomar una caña, jugar a la play o ver el fútbol. Cuando va al cine a ver una película de acción y compra palomitas y Coca Cola con el entusiasmo de un niño el Día de los Reyes Magos. Lo peor son las noches, cuando llega a casa. Aún espera encontrárselo en la cocina preparando su menú estrella, lasaña al horno con patatas fritas, en calzoncillos y bailando y cantando una canción de rock antigua. Aún espera que salga a recibirla y la abrace y la bese como si no hubiera mañana, con aroma a espuma de afeitar, a tabaco y a chicle de menta. Cada noche al acostarse oye su tranquilizadora voz al oído dándole las buenas noches y un beso, dándose la vuelta en la cama para luego, cuando menos se la espere, aprisionarla sin piedad. Unas veces abrazos que dan preludio a largas conversaciones, otros que son simplemente caricias somnolientas y otros amaneceres eternos, en los que se aman tanto que le duele, que piensa que va a estallar de felicidad y que la vida únicamente se condensa en esos pequeños momentos en los que te quedarías para el resto de tu vida. Por culpa de una de aquellas madrugadas ella está aquí ahora. Era una fría noche de invierno, él fumaba y ella preparaba chocolate caliente.

¿Por qué no te apuntas a un curso de escritura?– le preguntó. Ella nunca le había comentado nada acerca del tema. Ese era uno de sus dones, a veces podía leerle el pensamiento.

Me encantaría, pero no sé escribir. Además, tampoco tengo tiempo – le contestó distraídamente. En realidad era mentira, aunque él lo sabía. Con solo mirarla lo adivinó.

Tienes miedo de no ser lo suficientemente buena – se acercó a ella por detrás y le apartó el pelo de la cara mientras besaba su cuello – Échale huevos. ¿Y si es el primer paso para que te conviertas en una escritora famosa?

Si me convierto en una escritora famosa, me fugaré con un multimillonario rico, ¿o te crees que podría seguir viviendo con un pelagatos como tú? – bromeó.

Puedes hacer lo que quieras. – la agarró fuertemente y la presionó contra la pared, besándola casi con violencia – Puedes huir donde quieras, puedes cortar conmigo ahora mismo, esto que tenemos se puede ir a la mierda en cualquier momento, pero escúchame bien, nunca, jamás conseguirás librarte de mí.

Tenía razón, qué hijo de la gran puta, siempre la tenía. Siente nauseas y un dolor terrible en el estómago, quizás no debería entrar. No puede dejar de pensar en él. Le diría otra vez que no tuviera miedo, le diría “Entra a ese puto curso y déjalos a todos con la boca abierta”.

El momento en que lo despidió en la estación fue el peor de toda su vida. Se hubiera arrojado a las vías del tren, habría hecho cualquier cosa con tal de agarrarlo contra sí y no soltarlo jamás. No pudo hacer nada, él se marchó, y con él sus sueños, sus esperanzas, su vida…En ese momento el nudo de su estómago y de su garganta le pedía meterse en la cama y no salir jamás. Sus manos temblaban, las lágrimas atravesaban todos sus poros, la quemaban por dentro. Esas lágrimas silenciosas son los llantos que de verdad retumban en el alma, esas gotas que se ocultan bajo el antiojeras al decir “Estoy bien, no me pasa nada”, con esa puta media sonrisa que te carcome lentamente y hace que a veces uno mismo se lo crea.

Entonces llegó su mensaje, aún recuerda como sus dedos temblorosos marcaron las teclas y leyeron las palabras «Mi vida ha sido siempre una estación solitaria. De todos los trenes que se me han escapado, tú eres el único que no quiero dejar pasar. Te quiero, ¿Quieres casarte conmigo?».

Ojalá hubiera cambiado de opinión antes de subir. Ocurrió unos minutos después. Ni siquiera tuvo tiempo de contestarle. Era 11 de Marzo de 2004. El atentado terrorista de Atocha se llevó muchas más vidas con él que las que viajaban en aquel tren. Una parte de ella viajaba en aquel vagón…

Tienes que seguir adelante siempre, que le den por culo al mundo, sólo importamos tú y yo”. Casi podía oír aquellas palabras de su boca. “Ojalá no te hubieras marchado, Peter Pan. Nunca jamás no será lo mismo sin ti, morir no era tu gran aventura, era yo”. Le gusta pensar que donde quiera que esté, él recibió el mensaje que ella pensaba escribirle, el abrazo y los besos con los que le hubiera recibido en aquella estación, la alegría de compartir con él toda la vida que les quedaba por delante.

Aprieta con fuerza el pomo de la puerta, siente una sacudida brutal en el vientre pero ya no le duele tanto. Fue su despedida, es el último regalo que le dejó. Dentro de seis meses nacerá una criatura y cada vez que lo vea sentirá dolor al recordar a su padre. Tendrá su mismo brillo en sus ojos, esas chispeantes motas verdes del color de la esperanza, esos ojos que le daban la vida y se la quitaban. Abre la puerta, cientos de pares de ojos la examinan. Reproche, indiferencia, molestia, asombro…Aunque sólo sea para escribir todo lo que siente, debe ser valiente. Tiene que seguir adelante, por ella, por él, pero sobre todo por un pensamiento alegre, por el regalo de Peter Pan.

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