Una apacible brisa movía levemente las ramas de un grupo de árboles. Daba a las copas un balanceo agradable, para la mirada perdida de un viajero.

Me había quedado encantado, viendo esa pasividad de la naturaleza a través de la ventana del bar. El desayuno ya me había despertado el cuerpo y las ganas de explorar empezaban a sentirse en los pies.

Pagué por el bocadillo de tortilla, cogí la mochila y me adentré en esa arboleda que había observado durante una hora. Era un pueblo pequeño, con cuatro edificios en la calle principal, y cuatro casas en los alrededores. Se regía por la sencillez, los años silenciados por inviernos y el ritmo que marcaba el ocaso.

Esa floresta no parecía muy diferente a la esencia con que estaban hechas las paredes de allí. Todo era verde en aquel silencio, verde-amarillo. El azul claro del cielo, no seducía mi atención, aún.

Con cada paso, me daba cuenta que ese sitio tenía algo especial. En aquel lugar los pensamientos se desprendían como las hojas de los árboles, sutilmente, y sin que el tronco las echara de menos.

De repente, sin saber cómo, me encontré en una vieja calle. Había atravesado ese lugar sin darme cuenta. Era un callejón estrecho y curvado, muy poco transitado, y con tiendas a los dos lados. Primero pasé por delante de una simpática tienda de ropa, después una de máscaras hechas a mano. La siguiente eran utensilios y muebles para el hogar, la mayoría hechos de madera y paja. Allí una pareja enamorada miraba los objetos a través del cristal. Que atmósfera tan peculiar recogía ese momento.

Y la siguiente, era una tienda vacía. Es decir, una persona sentada en una silla, y nada más. Al principio pensé que era un local en venta o que estaban de reformas, pero no. Era una tienda sin nada. Tres paredes blancas, y un cristal con una puerta que comunicaba el interior con el exterior.

Y sin pensarlo, entré.

Mis pasos parecían los de un gato tanteando el terreno.

-Hola… – Me dijo el hombre sentado. No parecía importarle mucho mi presencia. Antes que hubiera respondido, volvió la mirada hacia la calle.

-Hola. ¿Qué ofrece esta tienda?

Pasó medio minuto, hasta que no se volvió y me respondió.

-Nada.

-Ah perdona. – Solté apresurdamente.

Un alud de pensamientos y frases ridiculizantes empezaron a ahogarme. Pero antes de girarme e irme, le vi en su rostro una dulce sonrisa mientras volvía a mirar a la gente pasar, como si feliz observara el pequeño caudal de un riachuelo.

-Ofrezco la «nada».

Con esta última frase me sentí irracionalmente aliviado, extraño por sus palabras, pero muy aliviado por muchas otras cosas. Esta vez hacer caso de mi intuición no había sido absurdo, o motivo para creer que estaba loco. Como si lo que hubiera dicho aquel hombre tuviera sentido.

-La gente pasa por aquí y en vez de fijarse en lo de dentro, se miran en el cristal para ver lo que no son.

Enseguida intenté tomar concienca de la situación. ¿Qué quería decirme ese señor?

-¿Qué es lo que vendes o ofreces?

-Ésto. – Aclaró señalando con el dedo el centro del local.

Yo estaba confuso, empezaba a sentir pena por si estaba loco ese señor, y pena por haber fracasado totalmente en mi búsqueda.

-Escúchame muchacho, escúchame bien.

Y con esta frase intenté sopesar otras opciones. Dejé la mochila en el suelo y me dirigí tímidamente al medio de ese sitio con la mano extendida por si había algo que no veía.

Pero el dependiente parecía no importarle, seguía sentado en esa silla de madera caoba.

-Buscas no buscar.

-Así es. ¿En esta tienda hay el remedio? – Bromeé.

-Desprenderte de esta lucha que lleva años desgastándote. – Prosiguió. – Quieres dejar de huir, sin embargo no sabes qué tienes que afrontar.

-¿Cómo sabes todo esto?

Parecía que las palabras me las hubiera sacado de mis noches sin dormir.

-Muévete… – Susurró en el aire.

Ahí, el hombre me miró, y entendí que no estaba bromeando.

-Sé que no has venido a por ninguna cosa, pero puede que sea por eso que estás aquí. El que es perseguido, es igual de esclavo que el que persigue.

Dejó que el silencio se apoderara un poco de la sala, y con sus ojos oscuros y su pelo blanco, continuó.

-Muévete muchacho, toca el aire.

Entonces yo, más perdido que nunca, me concentré un poco y empecé a mover los brazos. Hice algún paso, incluso me atreví con una media vuelta. Estaba comenzando a soltarme, como si bailara con el silencio, y las ideas estuvieran esperando su turno.

Me sentía extraño, estaba disfrutando del solo hecho de moverme, y cada vez pensaba menos en mi. Él volvió a mirar la calle satisfecho sin querer intervenir en mi descubrimiento. Era como si ese señor solo tuviera que hacer eso durante el día, el año, la vida. Como si no le interesara el tiempo.

Yo me estaba desatando de muchas cosas, parecía que el otoño había llegado a mi cabeza. Era como si murieran partes antiguas de mi, centenares conclusiones que me habían vuelto rígido como el mármol.

Poco a poco todo fue cogiendo otro color, el suelo, el dependiente que casi no hablaba, la calle de donde venía, yo. Pero sobre todo el espacio, ese espacio que guardaba todo, ya no lo veía inútil. Esa libertad que daba el ver aquello me acarició el alma. Cuanto bello y necesario era ese espacio exterior que dejaba que los árboles crecieran, y que las hojas se movieran.

Cuanta paz y libertad daba el espacio dentro de nosotros.

El dueño de la tienda dejó que saboreara aquel estado toda la mañana. A veces me observaba abrir y cerrar bien el pecho, o permanecer quieto tocando el suelo con la palma de mi mano. Hasta que dijo:

-Ahora abre la puerta, ya has comprendido que es el espacio quien permite abrirla.

Lo miré con una alegría indestructible y abrí la puerta…

Antes de irme, le dí la mitad del dinero que había en mi bolsillo, y le pregunté por qué hacía esto. Y él con una mano en el pomo de la puerta de cristal me contestó:

-Porque hace tiempo, vi que no hay nadar mejor que hacer. Que mostrar lo que siento.

-Y que sientes exactamente?

-Que no podemos ver ni escuchar solo desde el conocimiento, desde lo material. Intentamos llenarnos, porque lo rebosante y sabroso parece ser que es lo que nos alimenta. Pero eso nos lo dice un estómago lleno, lleno de palabras. Que no puede ver que no solo es él el cuerpo.

-Sintiendo, lo único que muere es lo que nos impide vivir. – Concluí sin mucha conciencia de mis palabras.

-El agua no se aquieta, solo deja que suceda.

No hizo falta nada más. Salí a la calle con una sonrisa de oreja a oreja.

Solo escuchaba el sonido de sus pasos, las ahora tímidas voces de su cabeza, pero sobre todo el silencio que le daba percibir todo eso.

El viajero se fue de aquel lugar con una felicidad que no pudo esconder jamás. Sabiendo que ese estado podía desaparecer, pero sintiendo lo maravilloso que era vivirlo.


El azul del cielo empezó a coger mucha importancia al regresar a casa, se sentía parte de él. Se sentía parte de su eternidad.

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