Hacía frío. Mucho frío. Demasiado para la época del año en la que estábamos. Caminaba lo más rápido que podía para llegar pronto a casa, pero aún así iba demasiado lenta. A poco más de media distancia comenzó a llover estrepitosamente, tanto que no era capaz de ver donde pisaba siquiera. Tampoco llevaba paraguas, algo que empeoraba un poco más la situación en la que me encontraba. Esa noche, Barcelona estaba más oscura que nunca, como si toda la ciudad se hubiese apagado y solamente existieran las luces de algún que otro taxi que, para mi desgracia, siempre iba ocupado. Decidí que era el momento de dejar de andar e intentar resguardarme en algún sitio, porque, aunque ya iba empapada hasta los calcetines, quería evitar al menos coger un resfriado.

Ya en Plaza Cataluña conseguí entrar en el metro. Me sorprendió encontrarlo vacío. No había gente. Nadie. Absolutamente nadie. Era la primera vez en mi vida que veía el metro de Barcelona sin nadie en la estación. Era un acontecimiento tan raro que incluso me asusté un poco, pero teniendo en cuenta el tiempo que hacía en la calle preferí quedarme en los túneles y confiar en que no pasaría nada.

Una vez dentro, fui a la línea seis para llegar a la estación de Sarrià, y me senté en el andén a esperar a que llegara el tren. Allí tampoco había nadie, ni en mi lado del andén ni en el otro. Intenté mantener la calma, no había ningún motivo lógico para ese miedo irracional que me estaba recorriendo todo el cuerpo. Decidí evadirme un poco y saqué el libro del bolso para leer un poco y que la espera se hiciera más amena. No llevaba ni tres líneas cuando de repente sonó un ruido extremadamente fuerte en el andén, algo que hizo que saltara del asiento y mirase asustada de dónde había venido y si había alguien esperando también el tren. Al examinar a mí alrededor un escalofrío me recorrió la espalda. No había nadie. Absolutamente nadie.

Mi cabeza no podía asimilar lo que había ocurrido. Empecé a sentir gotas de sudor frío por la espalda y el libro temblaba en mis manos. Miré cuánto quedaba para que llegara el tren pero no aparecía nada en la pantalla. Estaba apagada. Eso me sorprendió aún más dado que cuando llegué la pantalla funcionaba y marcaba unos diez minutos aproximadamente para que llegara el tren.

No sabía qué hacer. Podía quedarme allí a esperar y así estaría resguardada del frío o podría salir de nuevo de la estación y caminar hasta casa. Decidí optar por la segunda opción ya que, por mucho que mi cabeza intentase decirme que no pasaba nada y que el ruido habría venido de alguien que también había entrado en la estación, los escalofríos que me recorrían la espalda me decían que saliese inmediatamente de ese lugar y, ese resfriado que antes había querido evitar ahora me parecía una opción muy apetecible con tal de salir de ahí.

Guardé el libro y me encaminé de nuevo hacia la salida, rezando, ahora sí, para no encontrarme a nadie y salir de allí lo más rápido posible. Cuando estaba casi al final del andén volví a escuchar otro ruido, esta vez más fuerte que el anterior, y más cercano. Me paré de golpe. Sentía la sangre helada y el miedo me impedía respirar. Me giré en dirección al sonido que había tambaleado la estación y el corazón se me encogió en el pecho.

Justo al final del andén había una persona. Bueno, eso era al menos lo que parecía a esa distancia. A simple vista parecía una figura con un sombrero de ala ancha negro y una gabardina de cuero que casi llegaba hasta el suelo. Lo más inquietante era que no se movía. No hacía absolutamente nada. Simplemente estaba allí, de pie, sin moverse, mirando en la dirección en la que me encontraba. Me quedé paralizada ante la situación. Mi mente no podía creer lo que estaba pasando y mucho menos lo que estaba viendo. No lo podía asimilar. Las luces de la estación estaban encendidas y enfocaban a esa figura al final del andén, pero lo perturbador era que, a pesar de la intensa luz que había, no se distinguía ninguna sombra en el suelo. La figura no tenía sombra. Como si de repente me hubiesen dado una descarga eléctrica, mi cuerpo volvió a activarse y comencé a correr lo más rápido que pude hacia la salida, sin mirar atrás, me daba demasiado miedo comprobar que la figura me había seguido.

Cuando llegué a la salida tiré fuertemente de la puerta, pero no pude abrirla. Tiré con todas mis fuerzas pero fue imposible. Probé todas las puertas, comprobando desesperada que todas y cada una de ellas estaban cerradas y que no podía salir por ahí.

Me giré asustada y sin saber qué hacer o a dónde ir. Todo estaba en silencio, tanto que podía escuchar perfectamente como algo o alguien se deslizaba lentamente hacía mí. Me temí lo peor. Temí que esa figura que había visto viniera a por mí y solamente se me ocurrió correr hacía la otra salida del metro al otro lado de la plaza.

A medida que avanzaba comprobé que nadie me seguía, pero los túneles seguían igual de desiertos que al principio. Ni siquiera estaba el personal que trabajaba en el metro, y por supuesto, ningún ser humano a excepción mía y de esa figura que de lejos también lo parecía.

Conseguí llegar a las puertas de la salida hacia La Rambla y, casi chocándome contra ellas, comprobé todas y cada una hasta que la tercera cedió y por fin conseguí abrirla. Sentí el frío y la lluvia en la cara y el corazón me dio un vuelco de alegría al ver que estaba fuera. Miré a mí alrededor buscando a alguna persona, pero por desgracia estaba tan solitario como antes de entrar a la estación.

Mi cuerpo solamente quería alejarse de esa maldita estación y, echando un último vistazo a mi espalda, comprobé que nadie me seguía y que por lo que parecía, estaba a salvo.

Comencé a andar a toda prisa La Rambla hacia abajo, disfrutando de la sensación de seguridad que tenía después de haber pasado tanto miedo, y sintiendo la lluvia en la cara. Aunque estaba más tranquila no estaba del todo bien, así que seguí andando pero a buen ritmo y sin detenerme en ningún momento. Necesitaba encontrar un autobús o un taxi para poder llegar a casa, dado que el metro era una opción descartada.

Encontré al final una parada de autobús que me dejaba relativamente cerca de mi casa, lo suficiente como para no empaparme demasiado con la lluvia que caía, aunque ya tenía peores pintas que un gato mojado. Por fin llegó el autobús y me subí, aliviada de que por fin esa mala experiencia hubiera terminado y por fin podría llegar a casa a descansar. Saludé al conductor con extrema alegría, tanta que el hombre me miró con cara de desconcierto al no saber por qué me comportaba así.

Me senté al final del autobús e intenté relajarme lo máximo posible. Busqué el móvil en el bolso pero no lo encontré, así que supuse que o lo había olvidado en el trabajo o en el momento de tensión que había vivido en la estación lo había perdido. No me causó mucha pena dado que agradecía más el que no me hubiese pasado nada que tener un estúpido móvil encima, así que volví a sacar el libro para intentar leer un poco. Después de unos cinco minutos leyendo, el autobús se detuvo en una parada y abrió sus puertas para que subiera alguien que estaría esperando afuera. Levanté la vista del libro y vi que, a pesar de que el autobús comenzó a andar de nuevo, no había nadie más a excepción mía y del conductor, así que volví la cabeza al libro y continué leyendo.

Cuando apenas quedaban dos paradas para llegar a mi casa cerré el libro y volví a guardarlo, no sin antes mirar la portada y el título de este. Me quedé ensimismada, no podía apartar la vista del libro, hasta que de repente escuché una voz que me llamaba directamente por mi nombre. Diana.

Levanté bruscamente la vista del libro para comprobar que el autobús estaba parado y que, justo al lado de la cabina del conductor estaba el hombre que había visto en la estación. El conductor había desaparecido, solamente estábamos él y yo.

– El destino quiere que nos encontremos allá donde vayas Diana, no puedes escapar de mí – dijo la figura con una voz escalofriante y profunda.

-¿De qué me conoces? – contesté en un susurro.

-Me has llevado contigo todo este tiempo Diana, y no puedes deshacerte de mí.

-No entiendo – contesté – no sé quién eres ni de dónde has salido. Ni siquiera sé por qué me estás siguiendo.

En ese momento, la figura comenzó a andar en dirección a donde yo estaba, muy despacio, casi en un susurro, sin apenas hacer ruido. Parecía estar saboreando cada momento de tormento que me provocaba su presencia, y ese escalofrío ahora tan familiar volvía a recorrerme la espalda. No sabía qué hacer, no tenía escapatoria por ningún sitio, estaba justo al final del vehículo. Veía mi final cerca, tan cerca que casi podía oler el aliento de esa cosa que estaba a pocos metros de mí. Miré desesperada alrededor buscando una pizca de esperanza en aquella situación, algo que pudiera salvarme la vida. Y lo vi. A pocos centímetros de mí había un martillo de emergencias listo para ser usado. Me lancé hacía la ventana y lo cogí. La golpeé con todas mis fuerzas, viendo como el hombre cada vez estaba más cerca, hasta que al tercer golpe conseguí reventar la ventana. Se hizo añicos y, dejando entrar una oleada de frío y lluvia, salté fuera del autobús sin mirar atrás.

Caí en la carretera, golpeándome fuertemente el hombro y clavándome algunos cristales en las manos. Miré hacia atrás y vi que me había dejado el bolso en el autobús, pero me dio igual, porque la figura estaba saliendo por la ventana como si fuera humo, sin tocar el suelo ni los cristales rotos que había en él.

Comencé a correr, viendo cómo se acercaba cada vez más rápido, pero éste no corría. Parecía levitar. Cuando ya estaba a pocos metros de mí intenté gritar pidiendo ayuda, pero no conseguía que la voz me saliese. Lo intenté varias veces más pero sin ningún resultado. Estaba muy asustada, tanto que, cuando ese ser ya casi me rozaba, no pude seguir más y me rendí. Poco a poco éste se acercó con la mano extendida, directa a mi corazón, y, cuando podía sentir el frío que desprendía a pocos centímetros de mi…

-¡Diana! ¡Que te has quedado dormida! Despierta, que como te vea el jefe las siestas las vas a dormir en tu casa del despido que vas a tener.

Diana despertó sofocada, con el corazón latiendo fuertemente en el pecho y con sudores fríos por la espalda. Estaba desconcertada, ni siquiera sabía dónde se encontraba, hasta que se dio cuenta de que se había quedado dormida en la mesa de la oficina. Trudi, su compañera, era la que la había despertado con tan poca delicadeza, pero en parte tenía que agradecerle el haberle sacado de esa pesadilla. Se frotó los ojos y, después de colocar todos los papeles de su mesa, se dio cuenta de que había un libro que antes no estaba ahí. Lo cogió y, al mirar la portada y el título se quedó sin palabras. El libro se titulaba El hombre sin sombra.

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