TOKIO YA NO NOS QUIERE (por desgracia).

TOKIO YA NO NOS QUIERE (por desgracia).

Llevaba varios minutos intentando esclarecer si habían sido sus gustos musicales o el alcohol que llevaban en vena lo que los había lanzado irremediablemente a esa situación. Bueno, minutos… o horas. El tiempo pasa de forma extraña cuando estas en la cama de una ¿desconocida? En realidad no tenía demasiada experiencia para refutar su teoría sobre la flexibilidad del tiempo después de que dos personas decidan crear un universo en un cuarto a oscuras. Sin embargo, no había resquicio de arrepentimiento en su mente, sino un espíritu inquieto.

Aunque todo empezó con una canción, y entonces conoció a su nueva compañera. No había nada de banal en lo suyo. Mientras la gente a su alrededor parecía empeñada en jugar en un gran juego social, ellos decidieron lamerse las heridas durante unos cuantos cuartos de hora conociéndose las cicatrices, bajo las sábanas de ella. Ese terreno límpido que recortaba la silueta de la peregrina que descansaba a su lado. En ese momento no sabría haber dicho si se trataba de un cuerpo, un alma, o una cordillera que le retaba a conseguir llegar a la cima para conocer la verdadera naturaleza de sus montañas. Su inexistente respiración también le hacía dudar. Puede que no estuviese dormida. O puede que fuese tan perfecta que ni siquiera tuviera ninguna pista que le recordara que era mortal. Esperaba que no notase que la estaba mirando.

Para Tomás no tenía la mayor importancia haber descubierto la anatomía de Teresa la primera noche en que se conocieron. Lo que realmente le impresionaba haber podido conocer a la chica que hay debajo de esa carne al mismo tiempo. Aquella noche, mientras repasaba la orografía de ella con la yema de sus dedos una y otra vez, había tenido la impresión de que en cada centímetro de su piel estaba grabada a pluma toda su historia, sus anhelos y sus miedos. Pero sus miradas furtivas al espejo le hacían pensar que ella no pensaba igual. Quizás no se gustaba. Quizás esa era su herida más profunda, y él la había ayudado, aunque fuese por unos minutos, a pensar que su cuerpo y su alma eran solo uno, que no importaba lo que ella pensara sobre sí. Ojalá le pudiese haber regalado un mapa de ella misma, para que pudiese encontrarse cuando no supiese por dónde soplaba el viento.

Él tampoco es que estuviese siguiendo el camino correcto. Siempre había sido reticente a beber. Creía que era un simple truco químico; no creía que existiese magia en el hecho de conseguir olvidarse de las penas bebiendo una pócima mágica, sino en el hecho de conseguir que desapareciese por sí mismo. Aquella noche el orgullo había salido de su traje, por la puerta, siguiendo los pasos que su propia seguridad había iniciado hacía unos días. Cuando crees que no puedes mirar hacia las estrellas, tu mirada solo encuentra camino cayendo en el culo de una botella. Aunque aquella noche hubiese querido gritarle a Teresa las sombras que le hacían volar a un poco más cerca de la tierra, sentía que sus problemas solo eran unos más en el universo, que sus penas se llevaban repitiendo una y otra vez en él, en el resto de la gente, en ella. Y de pronto todo perdió sentido. Tomás cumplió voto de silencio. Las palabras se fueron deformando tanto que solo quedaron los fonemas. No importó porque habían despertado el más olvidado de los lenguajes con los que el hombre jamás pudo comunicarse. Y así, sin palabras, ella se presentó a él, y él se abrió a ella.

Las frases que soltaron antes solo eran un adorno de la noche. Sus voces no eran sus verdaderas voces, sino sonidos emitidos para tener contento al resto de humanos. Ellos sabían que se iban escuchar como nunca lo habían hecho, así que durante el trayecto a su casa hablaron más seguros que nunca. Tomás no recordaba ahora el timbre y el tono de la voz de Teresa, pero estaba seguro que empezaba con una canción (una canción de Lori Meyers, o de Sen Senra), una de esas que se te quedan pegadas en la cabeza.

De música era precisamente de lo que habían hablado mientras seguía el camino de baldosas amarillas que creaba la sombra de Teresa avanzando por las fosforescentes calles naranjas. Eran los profetas de una mañana que esperaban que no llegara, porque confirmaría que el tiempo no se paró, y la noche llegó a su fin. Cada canción a la que ambos expresaban devoción iba componiendo una sinfonía que se perdía en la inmensidad de las salas de conciertos a las que nunca fueron juntos. No habría imaginado que la creatividad de unas personas que decidieron vomitar su alma sobre unas notas y unas palabras pudiese unir a otras personas tanto. Ni que desafinar junto con otra persona cantando su canción favorita se convertiría en su melodía preferida.

Si entonces sus piernas se podían decir alas más que extremidades, no hubiese jurado lo mismo dos horas atrás. Sus pasos eran los más pesados de entre los que se negaban a dormir porque preferían soñar despiertos aquella noche. ¿Cuántas formas posibles hay de conocer a una persona en un club nocturno? Tomás de momento solo encontraría una respuesta: compartiendo el deseo de desaparecer de ese lugar. Había intentado varias veces disfrazarse de Copperfield, y conseguir realizar su ansiado truco de magia. Intentó adaptarse a la fauna local, realizar sus bailes y fingir que entendía sus ladridos mientras reprimía maullidos de terror. La copa moría y renacía una y otra vez, pero la habitación no cambió de colores, así como tampoco lo hizo su vacío (conservaba un perfecto negro azabache que decoraba su interior desde la última reforma no solicitada hacía más de 5 años). Para el final de su vida antes de esa noche, estaba tan unido al respaldo de uno de los sillones que hasta podría haberle pedido matrimonio. Si no fuera porque estos tenían otra pretendiente. Tomás no la hubiese hablado si no hubiese sido el alcohol escudado tras la ansiedad, o la ansiedad escudada tras el alcohol los que hablaran por él. A Tomás no le gustaba pensar que su estado neurofisiológico había conducido por casualidad a ese oasis de luz en el tiempo.

A Tomás no le gustaba pensar que el estado neuroquímico de Teresa le había conducido a aquello. No quería que estuviese influenciado por ninguna sustancia, por ninguna falta de neurotransmisores… y toda esas cosas que leía en las revistas de psicología. Reducir su encuentro a tal banalidad podría poner de manifiesto que solo son cuerpos corruptibles, falibles, que se gustaron por error. Y entonces todo lo que fueron aquella noche se convertiría en humo.

“-Prométemelo”… “-Te lo prometo”. Y sí que se conocieran fue nacimiento del destino, de una fuerza que trascendía el espacio y el tiempo, sus voces se encargaron de enterrar la vida que podrían tener juntos. Sus hijos, su casa, su viaje por Europa. Muertos por la voluntad y las palabras. “Cuando despierte te habrás ido, ¿verdad?”. “Por supuesto”. Dos idiotas tan solos que tenían miedo a chocarse y quedarse enredados. Que no sabían lo que era depender de otro. Y estaban seguros de que si eran capaces de dejarse marchar, serían capaces de ser más libres.

Pero la libertad no era no depender el uno del otro, sino no tenerse cuando se necesitaran. Pero eso entonces no lo sabía Tomás.

Intentaba quedarse como su orografía entera en la retina, ya que no tenía la polaroid a mano (ni la oportunidad de hacerle una foto). Estaba seguro que contemplaba la espalda más bonita del mundo. Sin embargo tenía una sensación de despida; había coronado el Everest, y no volvería a subir nunca, ni a escuchar su risa. Tomás había vivido eso antes. Para él no existía el amor de su vida. Sabía que con el tiempo se olvidaría de ella, y eso le molestaba porque sabría que lo suyo no habría sido especial. Estaba harto de las despedidas. Aunque no hay despedida si no dices adiós.

La ropa que había formado parte del inmobiliario durante una noche se fue ciñendo a su piel, mientras el cuadro que había por suelo iba volviéndose un lienzo virgen de nuevo. No quiso mirar atrás por miedo a ser débil y caer en la tentación de despertarla. Cada paso le alejaba de aquel cosmos que había sido su hogar durante una noche. La vida había surgido en el planeta que ocupa el centro de la habitación y desaparecería cuando cruzara la puerta de salida.

Y cuando abrió la puerta, no le esperaba el espacio exterior. Él no era el Mayor Tom. No vería el universo nunca más. Pero no podía llorar. En los sueños nunca hay vuelta atrás.

No sabe cuánto tiempo llevaba explorando el yermo Planeta Tierra. Nadie se le cruzaba por la calle. No existía el espacio desde que el tiempo se paró en aquella habitación de un piso de Madrid. Entonces se sacó las manos de los bolsillos para calentarse las manos con su aliento. Y allí estaba. Un pelo. Una fibra larga y rubia, que se desarrollaba en una elegante línea curva sobre su brazo. Tomás la cogió y se la acercó a su cara.

Es curioso, es cómo si ella tampoco quisiera separarse de mí.

Tancerz.

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