El euro que quería ser duro

El euro que quería ser duro

Me mortifica bastante que aún se siga hablando en pesetas. Soy un euro de pueblo, un euro de campo, de soles pegajosos y accidentes aburridos de terreno, y debería estar acostumbrado a ese apego tan castizo al pasado monetario de mi país, pero no lo estoy. Me sigue doliendo. “Esto cuesta tantos euros”. Un hombre con una espiga en la boca pregunta, ¿y eso en pesetas cuánto es? ¿Qué más da eso, carcamal? Las pesetas se han ido para no volver. Como tu juventud. Como tu capacidad para empalmarte. Asúmelo y deja de menospreciarme a mí, que no tengo culpa de nada, con tu catetismo nostálgico de mierda.

Bueno, a ver. Voy a tranquilizarme. Qué culpa tendrá ese pobre hombre de no saber adaptarse a los cambios. Es lo que hay, el país evoluciona y deja atrás a los vejetes. Sería más moralmente correcto que yo, como euro, sintiera pena por él, como ser humano, como organismo pluricelular que dentro de cuatro meses se habrá ido al otro barrio, pero en su lugar, como sólo soy uno, sólo soy capaz de ser un euro, siento pena por mí. “Son mil pesetas, una ganga”. “Vete a comprarme unos calzoncillos a los veinte duros”. “Toma, niño, un duro”. “Un euro” no suena tan bien como “un duro”. Y esto es así. No sólo se trata de una cuestión fonética. También está el componente histórico, la emotividad. Yo soy un euro, y como tal soy más o menos joven y no puedo aspirar ni a la décima parte de todo el romanticismo que impregna la noción de “duro”. Que ni puta idea de cuántas pesetas es. Pero a los niños les encantaba. “Toma, niño, un duro”, decía el abuelo, y el niño se lo guardaba en el bolsillo y se iba corriendo a comprarse un regaliz, o un palodul, o algo de eso. O incluso a jugar a las canicas. Era tan deliciosamente hortera todo. Tan estético.

Ahora el abuelo le da el euro al nieto y lo hace desprovisto de cualquier tipo de ceremonia. “Toma, niño, un euro, para que te lo gastes en la feria”. Como el abuelo sigue anclado en la España de los seiscientos no barrunta que con un euro en las ferias de ahora no tienes ni para el cono de las patatas, y aunque el nieto ahora se le queje el abuelo hace malabares con la dentadura al decir: “Los chavales de ahora es que no están contentos con nada”. El grandísimo hijo de puta. El niño se mete el euro en el bolsillo y se va para los coches de choque con cara de acelga. Como al final no tiene bastantes cuartos (¿es apropiado seguir hablando de cuartos en tanto que euros?; yo es que ni idea, la RAE está más preocupada por meter amigovio en el diccionario y no se pronuncia la cabrona), al niño le toca esperar con las chaquetas sentado en un banco fosforescente. Yo estoy ahí dentro, en su carterica de los Minions, y siento empatía por él. Qué me vas a contar, colega, que llevaba en el calcetín de tu abuelo como diez años antes de cambiar de portador. ¿Dirías que mi situación ha mejorado? De que se bajan los niños de los coches de choque con magulladuras y un conductor colérico en ciernes tiramos todos para un descampado. Han pillado botellón. Malibú con piña, nada que saque a la chavalada de la clásica cronología alcohólica, pero al niño le toca aflojar dineros y en un abrir y cerrar de ojos cambio de manos. Mi nuevo portador es un chaval más mayor que el resto que tiene moto y pendiente y fuma verduritas y todo el pack. Siento que amplío mis horizontes económicos cuando días después, en la capital, me canjean junto a otros congéneres por un puñadete de grifa. ¿Lo digo bien, puñadete de grifa? ¿Soy lo bastante moderno?

Mi nuevo portador no está para corregir jergas. Es un moro de Lavapiés que de español sabe cinco palabras y cuatro son tacos (la otra es “marihuana”). Y, a ver, no quiero ponerme chovinista ni nada por el estilo, pero… ¿no creéis que es un poco injusto que negros, moros, chinos etcétera tengan acceso a los miembros de mi comunidad? Que sí, que somos la moneda única… pero la moneda única de la Unión Europea, joder. Que lo mismo les da rabia no pertenecer a ella ni poder ser rescatados ni extorsionados y hay que compadecerles pero… ¿tenemos la certeza de eso? ¿Sabemos seguro que a los yonkarras estos les gustaría ser europeos? Yo sólo sé que aquí dentro la droga huele mucho a ano. Y la vida es tan dura, y con Franco se vivía tan bien si te llamabas peseta…

La situación no mejora. El bolsillo del moro tenía un agujero y por ahí me he caído en una de estas correrías tan majas que periódicamente se marca con los representantes de la ley. Yazco lamentando mi suerte una tarde de verano en que los suelos de Madrid arden como ellos solos. El níquel es muy buen conductor del calor, según creo o me invento sobre la marcha, y estoy gosándolo. Como estamos en crisis tardo poco más de tres horas en ser recogido; un tipo de barba roja que antes de agacharse ha gritado muy contento “Coño, un euro”, informándome al instante de que es un poco imbécil. Prosigo con mis aventuras. ¿Hasta cuándo durará esto? ¿Cuál es la esperanza de vida de una moneda? ¿No es como muy irónica la expresión “esperanza de vida”?

El tipo de la barba roja es estudiante y en su DNI aparece sin barba. Podría ser peor. Se pasa la vida en el metro porque no se pensó bien dónde debía vivir durante el curso y tarda mucho en ir a cualquier sitio. Antes de que me dé tiempo a estrechar lazos me arroja a una situación totalmente nueva para mí. Un momento, a ver, ¿qué acaba de ocurrir? Estamos en el metro, vale. Un pasillo entre andén y andén. Y oigo, detrás, algo que me provoca unos sudores fríos y físicamente imposibles. “Chiquitita, dime por quééééééééé…” Ay. Dios. Pero qué puñetas. Ay. No. No me lo puedo creer. ¿Qué es esto? ¿Cómo he llegado aquí? El shock hasta hace que me olvide que soy una moneda y nuestra existencia se asemeja mucho a una prostitución ingrata.

Soy un euro, y mi circunstancia. Y el nuevo encargado de darme cobijo es una señora bajita, regordeta, con unos maquillajes cual agujeros negros, que tiene un micro, una minicadena a la espalda, y que no sólo dice que canta, sino que también lo intenta. Y de qué manera lo intenta, la maldita zorra psicópata. Lo intenta como si quisiera matarnos a todos, matar todo aquello que somos, todo por lo que merece la pena serlo, empezando por nuestro punto más vulnerable, la música. Yo, como moneda, como con aquel niño incapaz de querer al yayo por pertenecer a épocas distintas, vuelvo a ser capaz de sentir empatía, pero en lugar de hacia mi portador, ésta se proyecta como un hilo tembloroso en busca de cualquier otro. Cualquier otro que tenga que soportar cómo “canta”. Alguna vez oí que para poder ponerte a hacer música en el metro tienes que pasar ciertos exámenes y tener ciertos títulos. Como hijo del año 2000, siempre me había parecido una medida un poco carca. Osea. No le pongas trabas a la música, Madrid. Deja que fluya. Paz, amor, compra el Plus y pago yo. Ahora ésta se pone en el metro a asesinar Chiquitita, Hijo de la luna o Al partir para ver si los transeúntes optan por darla limosna en vez de amartillar la recortada, y me pregunto que qué mierda de exámenes ha pasado. Al margen de los orales.

Su desvergüenza llega al punto de utilizarme como reclamo en días posteriores. Me arroja a sus pies y canta y arquea las cejas en dirección a los usuarios del transporte público como diciendo “Podéis pagarme, en serio, ya hay gente que lo ha hecho”. Pero nadie lo hace. Mi anterior dueño, a saber en función de qué aviesos propósitos (¿quizá, pensó estúpidamente, sólo así se callaría?), ha sido el único en lustros que le ha dado algo.

Y ahora me paso todos los días en la parada de Diego de León, Línea 5, a partir de las 6:00, escuchando a la diva esta hacer el mal. Al menos, me digo desesperadamente optimista, los rumanos ya no se acuerdan de qué son los duros.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS