La propia Muerte emergía de la arboleda. Cogió el arcabuz. Se habían batido bien en aquella maldita colina. Su hermano yacía a sus pies. le miró por última vez antes de quitarle la mecha anudada a la muñeca y se dispuso a cebar la cazoleta mientras mantenía la mirada fija en un alto mando. Disparó. Le voló el sombrero, en vez de la cabeza, ¡Pardiez!

Herido, con botas pisando sus hombros y pecho, no apartó los ojos del mismo oficial flamenco que arrebatados arcabuz y apóstoles cargó y le apuntó.

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