Moebius y yo, un clásico.

Moebius y yo, un clásico.

Nunca he perdido más el tiempo que en este tiempo sin medida. Suspendido. Parece como si hubieran dejado de suceder cosas, otras cosas, como si solo sucediera lo que ya sabemos que nos está pasando y ello no dejara de pasar interminablemente, como una diabólica condena en una cinta sin fin. Lo que quiero decir es que el tiempo se me escapa entre mis lavadas y relavadas manos sin darme cuenta y que, al cabo del tiempo tengo la sensación de no haber hecho nada porque lo de «no haber hecho lo suficiente» me parece un reproche y yo ni soy culpable ni busco alguno. A fin de cuentas éso sólo sirve para encontrar quien lo pague, lo cual en las sociedades en que vivimos, ya sabemos, es lo único que importa. Es mejor, según yo lo veo, encontrar soluciones.      

Aunque éso, de las soluciones, también sea una cuestión de tiempo y el tiempo no exista y  de tanto esperar, nos desesperemos acostumbrados, como estamos ya, a vivir desesperanzados y en la mente, memoria y tiempo se confundan y vivamos con el suspense de querer saber y encontrar a aquel ladrón que si recordamos parece como si nos acabara de robar y nos produjera el mismo estupor. Al final será como lo del rayo que cae dos veces en el mismo sitio y que se deprime mucho porque la segunda vez no puede hacer ya, el daño que hizo la primera, olvidándose de que en el mismo lugar habrá otros árboles para los que será, otra vez, el principio. 

En nuestro derredor:

Casandra se desgañitaba tratando de hacerse entender y que alguien la creyera,  mientras Pandora  abría su cofre sin cansancio obligando a Prometeo, cual Sísifo, a repetir su proeza una y otra vez. 

Nosotros, meros espectadores ahítos de tedio, asistíamos al espectáculo de todo el Olimpo con todos sus dioses, cumpliendo su vieja misión sin saberlo evitar, después de haber disfrazado con palabras nuevas todos los conceptos viejos.

Y al final no nos quedará más que el duelo por el infortunio de los dioses, mezclados en las cosas simples de los hombres y el desconsuelo, pobres mortales, por nuestra propia desgracia. 

Y seguiremos solos hasta poder clamar al cielo:

¡Eureka!, te encontré. 

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