Acaba de sonar el timbre

Acaba de sonar el timbre

Me hago el encontradizo a la hora de bajar la basura. En el embroque yo me separo lo suficiente para ser precavido sin parecer descortés. Ella ignora que lo llaman «distancia social», pero su nieta la ha aleccionado a través de un audio por WhatsApp: «Abuela… a partir de ahora, cuando te cruces con alguien, tienes que dejar un espacio de uno o dos metros, así no te pones malita».

Pero a ella ese tramo no le aflige, qué va; lo que la ahoga es el vacío que se expande cuando vuelve a casa, la oprime esa ausencia que no responde a su «hola» cuando gana el quicio de la puerta, que es el mismo nadie que le pregunta «¿qué tal hoy?» cuando se descalza.

Sigue yendo a limpiar en aquellas oficinas, aún no le han confirmado si su trabajo es esencial, o no. El trayecto que la lleva de su barrio al trabajo es de cuatro estaciones de tren y cuarenta minutos de angustia . Sabe que por mucha prudencia que acumule, por mucho que se esmere en coser en la Singer una mascarilla con retales, por mucho amoniaco con el que desinfecte el mocho, por mucho que se empolve los pómulos para disimular el desconsuelo que se precipita por sus mejillas cuando se acuesta, el único virus que no va a derrotar es el páramo de soledad que le aguarda a su vuelta. No le echa cuentas a tener arruinada la nevera, o la ropa sucia arrumbada por la casa. Para ella el desahucio de la felicidad es un abismo más mortífero que cualquier pandemia.

Acaba de sonar el timbre. Entorno mi ojo izquierdo por la mirilla. Vislumbro que es ella (¿tan tarde?) enguantada y con su mascarilla artesana, distanciada prudencial y reglamentariamente. No sé cómo se habrá enterado, pero por un momento he pensado que iba a regañarme por haber dejado junto a su felpudo una bolsa con una docena de huevos y dos cartones de leche.

Abatida, sin apenas fuerzas, sólo ha alcanzado a decirme ocho palabras:

-¿Te importaría salir a aplaudir también por mí?

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