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Bajo la sombrilla de paja, mira la superficie incolora y fibrilante de la pileta. Solo se escucha el parloteo verde de las cotorras. “¿Será así el paraíso?”, se pregunta. El sol del mediodía rebota sobre las baldosas blancas que rodean la pileta, y lastima como si tuviera aguijones. “No, obviamente no.”, se responde, “se deben oír los corales de Bach y la luz será cálida, en lugar de estos dardos envenenados”.

“Sin embargo, hoy siento una profunda calma”, continua, “un gran placer respirable”. Extiende los brazos, expande el pecho, se dilatan sus narinas. Se alza, se acomoda el traje de baño para asegurarse que cubra lo que hay que cubrir y se zambulle. Una frescura líquida la envuelve. Al nadar ve las burbujas de su respiración ascendiendo, bailando. Ve su mano rasgar la superficie, atrapar la transparencia para que todo el brazo empuje esa masa moldeable hacia atrás y ella se impulse. El sol dibuja figuras ondulantes de luz y sombra, sombra y luz, en el fondo.

Mientras tanto, del otro lado, un escuálido setentón, en Jiangsu, China, completa su última brazada en una piscina cubierta,  y sube por las escaleras goteando. Mareado, se aferra al barral de aluminio para no caer. Un acceso de tos lo obliga a sentarse. La baba carmesí que mancha sus labios cae imperceptible en el agua. Se desploma, se hunde.  El salvavidas reacciona de inmediato. Lo saca a flote; otro bañista lo ayuda a alzar ese cuerpo inerme y a acomodarlo sobre el piso húmedo.  Los ojos rasgados se abren y cierran sin control, sin disciplina. Su tronco se contorsiona en forma brusca y violenta para toser, y escupir. No parece conectado con ese lado del mundo.

Ella, de este lado, sigue nadando, pero el agua comienza a agitarse, a encresparse como si fuera un lago golpeado por el viento. Se tiñe de rosa. “¿Solo yo lo percibo?” Siente un aterrador graznido. Un domo de metal cubre la pileta con un largo estertor; privándola del cielo y la luz.

Será  inmolada en pos de la ciencia y la vida.