Tres cuadras españolas, a cien metros cada una, son trescientos metros de cola para entrar al supermercado. En casa me esperan con el desayuno y en el chat del trabajo me esperan para darme una soberana reprimenda por estar desconectado, aunque yo aún no lo sé porque se me acabó el saldo de mi móvil y no puedo avisar a nadie que le seguiré viendo la nuca a esta chica que baila sola por media hora más.

Pasa un vendedor de hojas de eucalipto, otro de mascarillas desechables, de la Nasa, señora, y la señora que grita con desesperación porque se equivocó pensando que hacía la cola del pan cuando aquella era la de solo diez personas.

Me entretengo oyendo en la radio de mi móvil a una entrevistadora con voz agudísima hablando con un opinólogo experto en cuarentenas de coronavirus. Luego da pase a la reportera que informa desde un mercadillo al otro lado de la ciudad que la gente no está entrando al local por turnos sino por capas, mientras me imagino chorros de frutas y verduras saliéndole por las ventanas, como si fuera un extractor de jugos.

Finalmente ingreso al supermercado y me voy derechito al expendedor de gel desinfectante: vacío. Una señorita muy atenta me ordena que coja un coche, me grita que los carritos de tela no pueden ir dentro señor, está prohibido, y me conmina a que compre rápido y vuele a casa.

No hay pan, ni ajo en bolsitas pequeñas. No hay toalla higiénica para mi hija, ni arroz ni cerveza. No hay pollo, ni ají amarillo. No hay papel, ¡no hay derecho!

Regreso a casa con tres paquetes, mi carrito de compras de tela y la espalda hecha un nudo. Paso por la bodega de mi casera,¡y qué veo!: una cola de apenas tres personas y el local recién abastecido. ¡Me c… en Ceuta!

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