Allí estaba yo una tarde más, esperando ansioso que el reloj rozara las 20:00 para asistir a aquel baile de sombras, al otro lado de la calle. Era el único momento del día en que me sentía vivo de veras. Su hechizante representación siempre coincidía con los agradecimientos ya rutinarios de la gente, y aunque no le faltaba público, parecía que solo yo reparaba en ella. No había tenido idea de su existencia antes del encierro. Quizá se había mudado hacía poco, lo que era cierto es que también a ella le había tocado pasarlo en soledad. No os podéis imaginar la poesía de su silueta que la luz de aquella lámpara solía recortar sobre las cortinas cada tarde, poco antes del aplauso. Saboreaba con total impunidad cada pose, cada nuevo peinado, cada gesto, la cadencia de sus movimientos. No sabría decir cuánto llevaba entre estas cuatro paredes cuando la fascinación por esa figura empezó a convertirse en obsesión. Una especie de impulso que me empujaba cada vez más fuerte a no conformarme con imaginar como sería la voz de esa chica, su olor, su nombre, su forma de mirar, de mirarme. A no resignarme a que la situación volviera a la normalidad y que aquella fascinante silueta fuera engullida por el mundanal ruido que poco a poco comenzábamos a olvidar.

Por eso aquella noche, envuelto en sudores fríos, decidí que no podía seguir buscándola en cada rincón del supermercado, que tenía que dejar de intentar adivinar su cuerpo entre los cuerpos de todas las mujeres sin rostro que me cruzaba en mis cada vez más forzadas salidas. No iba a esperar a que el mundo echase a andar de nuevo y me arrebatase la posibilidad de conocerla.

Así que decidí que iba a violar cuantas prohibiciones fueran necesarias. Que hay incertidumbres que matan más que una enfermedad. Que lo haría precisamente por salud. Debía urdir un plan, debía conocerla.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS