El virus ha sido erradicado. Dos meses encerrados en casa y mañana, por fin, seremos libres; parques, supermercados, trabajos, bares, amigos, familia.

Y ya es mañana.

Me despierto. Pongo la radio. Dicen que las calles están llenas de gente. Que en cada bar de cada esquina de la ciudad la gente se amontona pidiendo cafés con leche, churros y tostadas. Los autobuses van a reventar de gente sonriente que se saluda; buenos días. ¡Y tan buenos!, responde otro. Todo el mundo ha salido a la calle, aunque no tengan dónde ir. La cuestión es no estar en casa. Salgo de la cama y me quedo mirándola; mi gran compañera estos dos meses.

Enchufo la tele. En la pantalla sale la serie que dejé en pausa anoche, rendido de sueño en mi sofá. Me pregunto si ahora que hay que hacer vida allá fuera tendré tiempo de terminarla. En las noticias solo salen imágenes de gente que se abraza por las calles. Colas de gente en las tintorerías, en los talleres de coches, en las peluquerías. Montañas de mascarillas apiladas en los basureros.

Me asomo a la ventana y apenas reconozco mi calle. Humanos y coches moviéndose sin orden por todos lados. Pitos, música, gritos. Cojo las llaves y mi gata me mira y ladea la cabeza. Abro la puerta de casa y echo una mirada a la sala de estar. De lejos escucho el incesante escándalo de las calles.

Cierro la puerta.

Dejo las llaves, cojo el mando de la tele y me siento junto a mi gata. Ahora sí.

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