Aquellas cartas, qué llegaban, de la prima Milagros, las convencieron de que había una vida mejor lejos de una aldea, escondida entre olivares. Lejos de aquella posada, frente a la alberca, qué fuera patrimonio de la familia y alojamiento de las tropas de Franco durante la guerra.

En aquel tiempo, que muchos pasaron hambre, a ellos, nunca les faltó la comida, por la venta pasó toda la intendencia del ejercito. 

Pero vieron tantas atrocidades entre aquellos muros.

Solas madre e hija, entre aquellas paredes, habían visto migrar, uno a uno, los hijos o hermanos, el resto de la familia. Ella era la pequeña. Ahora estaban solas, ella y mamá Tomasa. Habían visto migrar mucha gente. Muchas despedidas frente a la puerta de aquella casa, junto a la carretera, que llevaba a Andújar.

Huérfana de padre desde los seis años, en tiempos de Manuel Azaña, vio partir a los hermanos, qué poco a poco dejaron jóvenes el nido. Habían pasado la guerra juntos y los años de las hambres. Ahora partían, cuando llegaban a la mayoría de edad, buscando mejor vida.

De los cinco hermanos todos estaban lejos:

La mayor Francisca, se casó con Francisco (Tito melón) y ahora vivían en Vallecas. 

Juana se fue a Jaén, a la capital cuando casó con otro Francisco. Lola se fue a la venta de Andas, y se caso con otro Francisco, capitán de caballería, cerquita de la linde con la provincia de Granada. 

Luis, siguiendo el oficio de su padre, probó fortuna en la construcción de la presa de Oliana. 

Ana se fue a Madrid con la mayor y allí casó con un banderillero, de la cuadrilla de Antonio Bienvenida. instalándose en el Barrio de San Blas.

De todos, llegaban cartas, con noticias de una vida nueva y prospera. El trabajo y las oportunidades no faltaban en aquellos tiempos. Había que reconstruir los desastres de la guerra.

Con tesón y trabajo no les faltaría de nada.

Eran muchas las tentaciones, para aquellos 20 años de Gertrudis, y en el pueblo no había más vida que la aceituna.

Milagros le había conseguido un trabajo. Decía en una carta. Entraría a servir en casa de unos señoritos, si querían venirse con ella.

Faustino su marido era jefe de enfermeros en la clínica del Perpetuo Socorro, en Lérida. Estaban bien de espacio, en su gran casa, para acogerlas. Y todavía no tenían niños.

Peregrinas hacia una nueva vida que les hiciera olvidar la guerra y el hambre. Con un hatillo, y una maleta de lona y cartón piedra, se echaron la manta a la cabeza y salieron de Escañuela, con destino Lérida.

En aquel fardo iban todas sus ropas. En la maleta cuatro libros, las escrituras de las tierras, del abuelo Roque, qué sólo podían reclamar los nietos, según el testamento, algunos enseres, y las molduras de estaño, con que Papa León, adornó con estatuillas, tantos palacios de  la provincia de Jaén, en tiempos de Alfonso XIII.

Atrás dejaban todas sus pertenencias, toda una vida.

Con ellas viajaban las esperanzas y los recuerdos. Ese arquero luminoso, qué es  la ilusión. El peso del misterio.

¡La prima Milagros!. Siempre estuvieron muy unidas. Si no hubiera sido por aquel galán de Martos, qué la conquistó y se la llevó lejos. Pero ahora volverán a estar juntas.

Muchas horas de viaje, de traqueteos, en los vagones del tren en aquellos duros y fríos asientos de madera, en los autocares de línea.

Los transbordos eran interminables. Las preguntas buscando los lugares, qué les indicaban, entre la maleza huraña de las palabras y las señales.

Por fin llegaron a Lérida. Milagros y Faustino las esperaban en la estación de trenes. Bienvenida inmensa de abrazos y atenciones.

Gertrudis no sabia que era servir, lo que le esperaba en su trabajo, lejos de sus costumbres y de su idioma.

Lejos del clima de su tierra, en pocos años, conoció, la niebla y los tornados, la nieve en Junio; El enigma del lenguaje, en casa de los Señores.

Se encontraba sola ante las adversidades, el incognito estigma de nacer lejos del nuevo territorio, de otras costumbres, de otro extraño lenguaje

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