La tierra solo atrapa a los árboles

La tierra solo atrapa a los árboles

Daniel Grand

25/04/2020

No todos los inmigrantes son espaldas mojadas ni llegan en patera. Abandonar el lugar de origen es algo tan antiguo como la humanidad: Adán y Eva ya empezaron mal. Los gitanos, los judíos…, llevan siglos migrando por todo el planeta, y qué sería de nosotros sin ellos. Por el contrario, ahora, cuando el minúsculo rey de los virus nos ha inmovilizado, asistimos perplejos al derrumbe de nuestra civilización a causa del simple hecho de quedarnos en casa.

Así que voy a proponer la historia de una migrante diferente. Una pequeña mujer de gran belleza, enorme talento y comprometida contra todo racismo. Tuvo una vida llena de éxitos y sedujo a todos los hombres del cine y la literatura que le parecieron merecedores de su amor. Fue una pertinaz migrante de todo lo que pudo. Hasta pretendió, infructuosamente claro, convertirse en negra.

Pero mejor me callo y la dejo hablar a ella. Con vosotros: Jean Seberg.

Año 1979. París. Calle del General Appert. Dentro de un automóvil, envuelta mi desnudez —en otro tiempo tan deseada— con el poncho de Carlos Fuentes, hace diez días que mi cuerpo, envenenado y ardido con sádicas quemaduras de cigarrillo, se pudre abandonado.

Estoy muerta, sí, pero ¿cuándo comencé a morir? La primera vez también sufrí quemaduras importantes. Fue al final de la película Santa Juana: el director quiso filmar el terror y el dolor real, no fingido. Al morir esa vez, a los dieciocho años —en la hoguera y representando a Juana de Arco— nació la actriz. Abandoné Iowa, Estados Unidos y la crisálida familiar, para no volver más que en el Día de Acción de Gracias. Cada cuarto jueves de noviembre actuaba en el plató de mi casa el papel más difícil de toda mi carrera de actriz: representar a «Jean», la pueblerina campechana de siempre, en un escenario que se creía a salvo de cualquier cambio, y que a mí, año tras año, me costaba cada vez más reconocer…

Migré geográficamente, pero también de cultura, de pareja y de raza. En cada enajenación fui cada vez menos yo, hasta que no quedó nada de mí.

Nunca me consideré una exiliada, ya que creo que hay una diferencia esencial entre emigrante y exiliado. El primero, ejerce un acto de soberanía individual (o de voluntad) y lleva en su mochila —como si de una caja de Pandora se tratase— la esperanza de una vida mejor o más justa. El exiliado, por el contrario, se ve marcado por una compulsión ajena que le ha obligado a abandonar su lugar de origen.

El que migra ejerce su libertad. La policía francesa tenía un departamento de investigación abocado a la búsqueda de personas desaparecidas, hasta que un particular denunció esa actividad. El juez sentenció a su favor reconociendo que si un francés desea voluntariamente abandonar su vida cotidiana —su trabajo, familia, amistades, propiedades…— tiene perfecto derecho a ello. Nadie le puede obligar a seguir siendo quien era. A partir de entonces, la policía de Francia, solo puede investigar aquellas ausencias que supongan la comisión de un delito o si se trata de menores de edad. Se reconoció así, oficialmente, que cualquiera puede convertirse en emigrante dentro de su propio país. Migrar es menos desplazarse de un lugar a otro, que abandonar la propia identidad para construir una nueva. Un proceso que puede ser traumático, pero también venturoso.

Los que migramos terminamos por comprender dos cosas: primero, que el cambio no es algo meramente referido al espacio, sino también, y fundamentalmente, al tiempo. Lo que resulta irremediable para el que migra es la pérdida de la sincronía temporal con su tierra, su gente y su lengua. Rip Van Winkle se convierte en extranjero en su propio pueblo después de una siesta de veinte años. No se trata solo de perder un dónde; sino, sobre todo, un cuándo.

Incluso en el caso de que fuese posible que nuestro hogar natal permaneciese inmutable en el tiempo, nosotros sí que cambiaremos. La piel de zapa existe: encoge cada vez que cumplimos un deseo. El retrato de Dorian Grey es real: nuestro rostro se asemeja, cada vez más, a la mezquindad de nuestros actos. Por último, todos somos Gregor Samsa; fatalmente llegará esa mañana en la que al despertar descubriremos de golpe que habitamos un cuerpo extraño, ese cuya decadencia nos negamos inútilmente a asumir.

Al final de la escapada no pude continuar viviendo en el país que redactó para mí el mejor de los hombres (Romain) junto a nuestro hijo Diego. Mi hija Nina ya se había marchado recientemente, al segundo día de nacer, como un ángel. Me prostituí en los peores bares, busqué las migajas de la pasión hasta en los lavabos de las estaciones de tren. Supliqué y ofrecí un poco de placer a los mendigos más degradados de París. Todas almas en tránsito como la mía. Nunca cumplí los cuarenta y uno.

Creo que fue Juvenal quien afirmó: «Hay un país que nos espera a todos». Casi todos los habitantes de ese país son exiliados. Yo no. Aunque necesité ayuda para subir al Renault 5 de Caronte, incluso al país del más allá partí voluntariamente.

Ignoro si haber sido la musa inspiradora de múltiples artistas atenúa la brutalidad con que ejercí mi libertad de migrante perpetua. Preminger filmó conmigo algunas de sus mejores películas, también Godard y tantos otros. Hasta Ricardo Franco rodó, veinte años después, Lágrimas negras hurgando en el amor que me dio y perdió. Romain Gary escribió sus mejores novelas cuando compartíamos cama y macarrones en Mallorca, convirtiéndose en ¡dos! escritores de fama mundial. Carlos Fuentes también encontró su vigorosa voz de literato en mí compañía, y tantos otros… Hasta mi hijo inició su carrera de escritor rememorando mis ausencias. Excluyo de esta lista, rencorosamente, al senil emigrante sudamericano que escribe estas crueles líneas inspiradas en mí, o eso imagina.

La segunda cosa que aprende quien migra es, justamente,  que su memoria se convierte en algo casi inútil: solo sirve para construir algún relato con ella…

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