Caminábamos por las tranquilas calles de Novate Mezzola, comuna del norte de Italia, en la región de Lombardía, desde donde, según los registros migratorios, había partido el abuelo de mi madre rumbo a la Argentina, a principios del siglo XX.
No teníamos muchos datos, a mi abuela no le gustaba demasiado hablar de su padre, tenía pocos y malos recuerdos.
Había llegado solo al «granero del mundo» un año antes de la primera guerra mundial, en busca del llamado progreso.
Conoció a mi bisabuela, la nonna Isabel, una mujer fuerte e independiente que fue obligada por sus padres a casarse, cuando tenía diecinueve años.
No tenía ningún interés en hacerlo y solo había intercambiado algunas cartas con su futuro esposo, pero ya superaba la edad promedio para la época y no contaba con la opción de elegir.
Finalmente, mi nonna se casa con el bisabuelo, Andrea Bautista, con quien tendría seis hijos, cuatro mujeres (una de ellas mi abuela) y dos varones.
Desconozco si estuvieron en algún momento enamorados; lo cierto es que mi bisabuela deja a su marido y se va con sus seis hijos, todos aún niños, rompiendo con los patrones de conducta de las mujeres de la época.
Cansada del maltrato y la falta de respeto de su esposo – quien en ocasiones se mostraba violento, consecuencia del abuso del alcohol – la nonna Isabel toma solo su máquina de coser y alquila una casa sin muebles para empezar de cero.
Mi bisabuela muere cuando yo tenía diez años. Tengo recuerdos vívidos de ella; le gustaba mucho leer – había aprendido sola -, tejer y peinar su larga cabellera blanca, la cual solía mantener guardada en un pequeño rodete tras su nuca. También cocinaba muy rico, y aún siendo anciana agarraba el hacha para cortar la leña.
Muere a los noventa y cuatro años, durmiendo, sin sufrir; su cabeza funcionaba a la perfección y tampoco tenía dolores en su cuerpo.
Pasarían unos cuantos años hasta que mi madre decidiera tramitar la ciudadanía italiana. No fue una tarea sencilla. Mi abuela no colaboraba y la burocracia administrativa demoraba más el trámite.
Dos años más tarde conseguimos la ciudadanía, y poco tiempo después tramito mi pasaporte italiano para irme a vivir un tiempo a Europa.
En ese período del otro lado del océano recibo la visita de mi madre y mi hermana, que llegan en un vuelo a Milán. Yo me encontraba trabajando en la región del Piamonte, era fines de junio y el calor comenzaba a sentirse en el norte italiano.
Decido tomarme unos días libres y nos encontramos en la ciudad de la moda para tomar un tren hacia Bellano, donde alquilamos un apartamento para hacer base en la zona del lago Como. Desde allí tomamos otro tren para llegar al pequeño pueblo de donde provenía el bisabuelo.
Novate Mezzola. Caminamos por el pequeño poblado de aproximadamente dos mil habitantes en poco más de una hora. La gente nos miraba como si fuésemos personalidades famosas.
Calles pequeñas, viejas construcciones abandonadas, un pequeño cementerio, la iglesia y las montañas.
En un momento, un señor mayor se me acerca y me pregunta que nos trae por el pueblo. Le cuento la historia de mi bisabuelo y me pregunta cual es su apellido. Esta información le es suficiente para ubicar a mi «familia».
Nos pide que lo sigamos. Una calle cuesta arriba que parece no terminar nunca nos va dejando sin aliento, mientras el anciano entusiasmado acelera cada vez más su paso, pudiendo uno obviar su edad y comprendiendo que el señor se ha criado en la montaña.
Ya sobre la ladera de esta última empieza a los gritos hacia la ventana de una casa.
– «¡Los parientes de la Argentina, vengan a saludarlos!».
Un matrimonio aún más longevo que el amable caballero se asoma sin comprender bien que sucede. Finalmente, sale alguien a la calle. Un hombre de unos cuarenta y tantos años interrumpe su almuerzo y muy gentilmente sale a recibirnos.
A través de nombres, apellidos y lugares llegamos a la conclusión de que, si bien compartimos el apellido, no somos familiares directos, sino que estos se encontrarían en un poblado unos pocos kilómetros más al norte. Fausto (el caballero que sale a recibirnos) se ofrece a llevarnos.
Nos dirigimos hacia Somaggia, diez minutos en coche.
Nos reciben nuevamente a los gritos, sorprendidos con alegría por nuestra visita.
Alice es quien sale a nuestro encuentro, nos invita a pasar a su casa y llama emocionada por teléfono a su padre, quien se encuentra trabajando en el servicio ferroviario.
– «Papá, ven para la casa ahora mismo, llegaron los parientes de la Argentina», como si estuviesen esperándonos.
Finalmente llega Clito, quien nos cuenta detalles desconocidos sobre la vida del bisabuelo, quien resulta que es su abuelo, es decir, el sobrino de mi abuela.
Entre otras cosas, él nos cuenta que el bisabuelo había dejado allí a su mujer y un hijo antes de partir hacia la Argentina. Ese hijo era su padre, quién tenía pocos meses cuando su primogénito se fue.
Nos enteramos que solía trabajar la piedra, y con los animales en lo alto de las montañas; que se había ido por el hambre que existía en esa zona por aquellos tiempos; que una familia lo esperaba y nunca más volvió a verlo; que lo recuerdan con cariño, gracias a las historias contadas por su abuela.
Llegamos a la provincia de Sondrio sin imaginar que podríamos llegar a conocer otra parte de nuestra familia, con la cual estamos hoy día en contacto.
Muchos pensamientos sobre el bisabuelo. Tal vez él hubiese querido volver a su tierra natal, con su mujer y su hijo; tal vez también se vio obligado a casarse para poder afincarse en suelo argentino; tal vez empezó a beber para olvidar su trágico pasado.
En este viaje pudimos reconstruir parte de la historia de vida del abuelo de mi madre; reflexionar sobre su pasado y comprender que para conocer mejor su realidad no podíamos quedarnos con una sola mirada de los hechos.
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