Soy de la tribu Uchee, nací aquí en Ishatae y aquí quiero morir. El abuelo Unami nos contaba en las noches la historia de la mujer que vive en el río y canta canciones para protegernos de los peligros del bosque. Su abuelo se la contaba a él. Yo tuve que vivir media vida para darme cuenta de la importancia de su música. Mi abuela Yupaha sabía que no existe bajo el cielo otro río que hable melodías como lo hace el Nunnuhsae.

Un otoño hace muchas lunas, los ingleses nos obligaron a dejar nuestro hogar y caminar con las Naciones Indias. No hubo uno solo que pudiera quedarse. En la interminable caravana dejamos las montañas atrás y cruzamos nuevos ríos. Caminamos junto a Shawnees, Cherokees, Choctaw, Pawnees y muchos otros, hacia donde el sol se esconde. Los ancianos y los niños no podían soportar las jornadas. Casi a diario, en los claros amplios, sin tiempo para ceremonias los muertos quedaban atrás; nosotros reunimos piedras en la noche y dejamos al abuelo bajo un gran árbol.

Mientras mi padre me hablaba de los templos que los Apalache construyeron al otro lado, en lo alto de las montañas, llegamos a Muskagee. Alambradas, polvo, madera vieja y un rumor de idioma incomprensible borraba el brillo en los ojos de todos hombres. Vuestra nueva tierra gritaban los colonos, mientras nos daban órdenes para ocupar las pequeñas parcelas que nos asignaban al azar. Sentí el cansancio de mi padre al decirle a mi madre, que deambulaba nerviosa:

– Essa, aquí no hay río.

La reserva era una lista confusa de reglas. Aprendimos a leer con los carteles que, despintados y chirriantes, advertían en cada establecimiento “Un jefe en cada hombre”. Sólo un idioma, nada de jerarquías, no había ceremonias, ofrendas ni bailes. La música está prohibida también, así como nuestra ropa. Todos debíamos cultivar aquella tierra seca, incluso los que sólo sabían cazar. Pueblos guerreros como el mío, recibían licor gratis, “el agua mágica que vuelve necios a los hombres”decían los ancianos. Algunos sobrevivían dejándose fotografiar por los visitantes. Otros jugaban y apostaban, aunque no estuviera permitido. Con baratijas los blancos compraron mujeres y el “hierro mágico” se disparaba sobre los inconformes. En la noche, mi madre se sentaba cerca de los límites de la reserva, a escuchar el agua que traía el viento. Durante el día se escondía del sol, por respeto decía y apenas comía. Movía los labios sin que palabra alguna saliera de ellos y en las tardes, caminaba lenta en círculos, hacia el este. Mi padre no volvió a ser el mismo después de probar el licor. Bebía durante días enteros,cuando no apostaba hasta pelear; así como mi madre, también él quedó atrapado en un círculo interminable que lo había envejecido demasiado rápido. Kotaba lo llamó su abuelo, que significa hombre robusto. Pero ya no quedaba nada.

Llegaron las nieves del invierno y el frío casi me mata. Las lunas y los soles se confundían entre fiebres y delirios. Cabalgé por los verdes montes tras mis ancestros; se detenían, me miraban y se alejaban a pie cada vez más. Al abrir los ojos supe que mi padre había muerto. Cayó borracho en una zanja una noche de tormenta. No pudimos bailarle al fuego, ni traer piedras, ni cantar juntos aquella noche. Lloré hasta quedarme dormido y el abuelo Unami me habló en sueños. Mi madre y yo caminábamos a su lado por la orilla del Nunnuhsae. Con su dedo apuntaba hacía las montañas y al mirar, ya estábamos en el valle. Columnas de humo salían de la cima hasta formar un nombre en el cielo. Soñaba a menudo lo mismo y nunca supe cuál era aquel nombre.

Después todo cambió, mi madre dejó de caminar y cada noche narraba historias. El abuelo también había hablado con ella en sueños. Le dijo que los hombres se vuelven tristes cuando no son ellos y terminan por destruirse y perderse en el olvido. Madre había aprendido a escuchar la memoria del agua y el abuelo, le había mostrado cómo oír la canción hasta Ishatae. Reunimos ropa, comida y caminamos de regreso.

La naturaleza no nos es salvaje, siempre ha sido generosa y dócil. El Gran Misterio nos unió a todos en esta tierra sin dueño, sin límites ni vallas. Nos adentramos en la noche hacia el alba sin descanso, al amanecer hicimos ofrenda al sol y mi madre lloró avergonzada. Encontramos ríos nuevos sin canciones. Descansamos en bosques desconocidos sintiéndolos familiares y recordamos sin mirar la oscuridad del oeste que dejábamos atrás. El abuelo Unami nos guiaba en sueños y bajo algunas piedras mi madre encontraba el rumbo. Fuimos sólo camino y dejamos correr al tiempo hacia las llanuras abiertas. Volvimos a soñar. Ese día, cuando el sol estaba en lo más alto, un enorme árbol en medio del llano nos trajo a los ojos lágrimas y pesar a la memoria. Nos sentamos a su pies, junto a unas cuantas piedras y descansamos largo rato con el abuelo. Supimos entonces que estábamos cerca. Reconocíamos el aroma de los pastos, los contornos de los montes y al mirarnos en silencio, escuchamos el rumor del Nunnushae.

Empujé la canoa y remé cerca de mi madre mientras una corriente calma nos llevaba por un pasillo cubierto de árboles. Tsoyaha era el nombre que no pudiste leer en tus sueños, me dijo. Así se llamaba mi padre. Significa hombre de sol. Cuando aprendas a escuchar al agua, sabrás las historias que cuentan las canciones. El agua, el sol y el viento son parte misma de la tierra. Existe un círculo inmenso y cerrado que se repite desde la primera historia. Yo soñé que volvería al Nunnuhsae contigo tras muchas pérdidas, miseria y lágrimas. En mi sueño eras tú quien contaba nuestra historia al río, para que lo hiciera canción y por fin pudiéramos descansar en nuestro hogar.

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