Llegamos al Laredo mexicano casi a las doce de la noche, más o menos a la hora —y oscuridad— estimada, habiendo salido del D.F. ese mismo día por la mañana. Antes, cada uno de nosotros había arribado a la capital desde distintos puntos de latinoamérica (en mi caso desde Buenos Aires y escapando a la crisis del dos mil uno) y principalmente de otras ciudades de México, escapando de vaya a saber qué.

En la caja de un camión, los coyotes nos llevaron por caminos alternos; éramos un grupo de veintipico y para cada uno ese viaje había tenido un costo distinto, para mí fueron cinco mil dólares sólo por el viaje en camión, y luego el cruce del río. Durante la travesía inicial conocí la historia de algunos de mis compañeros, una peor que otra. Muertes, miseria e ilegalidad, hambre y sobre todo la esperanza de un futuro mejor abundaban en todos esos relatos. La mía no era mejor; había dejado a Haydee y a nuestro pequeño hijo en Argentina, con la idea de trabajar allá y poder enviarles algunos dólares hasta que, eventualmente, lograra que pudieran reunirse conmigo en la tierra prometida.

Ya frente al río empezó lo peor; no es muy ancho —unos veinte metros a lo sumo— y según nos dijeron tampoco tan profundo, pero la corriente es fuerte y muchos se habían ahogado en el intento. Eso lo sabíamos aunque los coyotes preferían no mencionarlo, sólo que tuviéramos cuidado. Del otro lado —ellos no cruzarían a nado con nosotros— nos esperaban sus compañeros para ubicarnos inicialmente en el pueblo, y luego cada uno se haría su destino. A mí me esperaban unos amigos colombianos de El Paso, que trabajaban en un restaurante cubano, un pero antes tenía que guardarme —al menos una semana— en un trailer con otros inmigrantes.

Esperamos la orden de los coyotes y nos metimos al río, el agua me pareció helada, allí era invierno y aunque todos sabíamos nadar, seis de nosotros no llegaron a la otra orilla. No había tiempo para lamentos ni búsquedas arriesgadas; el que cruzaba seguía con el plan del otro lado y el que no se jodía, supongo que por eso cobraban de antemano.

Ya del otro lado no había terminado el periplo ni mucho menos, escondidos entre arbustos avanzábamos muy lento, ocultándonos de los jinetes de la Patrulla Fronteriza; el frío me calaba los huesos, pero el miedo era lo peor. Se oían a la distancia —y a veces más cerca— disparos, corridas y gritos. Casi al amanecer once de nosotros llegamos a un camino de tierra y luego a dos camionetas que nos llevaron cerca del pueblo, a los trailers. Tres semanas después me recogieron mis amigos del restaurante y en cuestión de horas ya estaba trabajando con ellos.

Los días transcurrieron entre esas tareas básicas; lavaplatos, camarero, cocinero, todos hacíamos todo por doscientos setenta y cinco dólares a la semana. Yo apartaba para mis gastos; comida en el restaurante —estábamos trece horas ahí de lunes a sábados— algún imprevisto y vivienda, que compartía con dos venezolanos, un turco y un mexicano. Lo que sobraba, más o menos unos ochenta dólares, se lo enviaba a Haydee a través de uno de los venezolanos que se ocupaba del correo; un amigo chileno del mexicano me llevó a una casa desde donde podíamos llamar por teléfono aunque era carísimo, pero al menos una o dos veces al mes hablaba con Haydee para, primero, asegurarme de que el dinero le llegara, y luego para que me contara cómo andaba Benjamín —que estaba creciendo— y ella, allá tan lejos.

Luego de cada jornada laboral nos quedaba algo de tiempo libre, pero nos habían aconsejado que, al menos por un tiempo, nos quedáramos en la casa, así que no hacíamos mucho. Los domingos tomábamos cerveza en la terraza. Nuestros vecinos eran mayormente hispanos y de vez en cuando íbamos a una fiesta en alguna casa, con mucho cuidado de no hacer demasiado ruido; si alguien llamaba a la policía todos estábamos en infracción. En una de estas reuniones —ya que fiesta en realidad es excesivo— conocí a Marllori, una bella joven peruana que había llegado meses atrás con su hermana, las dos trabajaban en limpieza en un hotel y ganaban más o menos como nosotros, aunque sólo trabajaban cinco días a la semana.

Transcurrieron diecinueve meses desde que llegué a norteamérica, nunca pude dejar el trabajo del restaurante —sin papeles es casi imposible siquiera ir a otra ciudad— al igual que mis compañeros, excepto por Jesús (uno de los venezolanos) que fue atrapado por la policía de Laredo discutiendo en la calle con un vendedor de diarios salvadoreño, los dos fueron devueltos a sus países. Le sigo enviando parte de mi sueldo a Haydee cada semana, pero hace meses que no hablamos por teléfono. Marllori está embarazada y no quiere que la llame, si no es para contarle todo. En un país que me es extraño, viviendo como un fugitivo, pasando desapercibido hasta donde se pueda y con ese miedo constante a cualquier control de inmigraciones, lo último que quiero es hacer esa llamada; sólo me gustaría saber de Benjamín; ya debe estar yendo al jardín de infantes, debe estar enorme. No fantaseo con traérmelos, no esperaba tampoco terminar junto a Marllori ni volver a ser papá tan pronto, pero acá no hay mucho para elegir. Atrás quedaron mis amigos y el resto de mi familia. Ahora llego a fin de mes —casi siempre— y si volviera a Argentina me moriría de hambre. Haydee y Benjamín reciben mi ayuda y más algo que ella haga allá deben tener lo necesario al menos. Yo extraño las juntadas con mis amigos, el fútbol de los viernes a la noche, el asado un domingo, el mate, caminar por la calle sin sentirme un delincuente y la sonrisa de Haydee… y —aunque algunos digan que soy un hijo de puta— también a Benjamín y a esa vocecita que no llegué a conocer.

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