Mi padre nació en un pequeño pueblo donde la gente se ganaba la vida en el campo con sus cultivos y sus rebaños.

No se puede decir que su infancia fuera un camino de rosas, en aquellos tiempos. Corrían a mediados de siglo XX, recién salidos de una Guerra Civil y bien entrados en una Dictadura. Ya os podéis imaginar cómo fue. Asistir a la escuela hasta obtener el certificado de estudios primarios, o lo mismo, saber leer, contar y escribir. Para cuando tuviese edad suficiente, once o doce años dejarlo con el fin de ayudar de lleno en el trabajo familiar.

En su casa eran mis abuelos, él y tres hermanos más. Él era el segundo. Y como se hacía antes, era el mayor el que se quedaba con los padres en casa a ayudar y luego lo heredaba todo, o se quedaba con todo.

Las broncas familiares sobre el tema eran el plato del día. A las cuales se añadió mi tía, o dicho diferente, la mujer del hermano mayor de mi padre.

De hecho yo no sé toda la verdad. Supongo que como en otras familias este tema queda ofuscado. Parece que si nadie habla de él no ha sucedido. Pero algo tuvo que pasar, ya que yo no conocí a mi tío y su familia hasta después de la muerte de mi padre.

Tenía conocimiento de su existencia, pero sólo de voz, pero en voz baja. Mis abuelos nunca hablaban de su hijo mayor. Para mi padre solo existían sus otros dos hermanos menores que él. Mis hermanos y yo sabíamos de su vida por algunas puntualizaciones que nos había hecho nuestra madre.

La cuestión es que dentro de este panorama, que estoy segura se debió dar en muchos hogares, mi padre tuvo que dejar su casa con dieciocho años y migrar lejos de su familia para poder subsistir y ayudar a los suyos. Lo mismo paso con su hermano menor, el tercero, también tuvo que dejar su casa para escapar de entramados familiares.

Para poder salir del pueblecito mi padre contactó con gente de la ciudad que podía ofrecerle trabajo. Gente que estaba relacionada con el campo por varios motivos y que tenía sus negocios establecidos en las urbes.

Así fue como él consiguió un trabajo. Un trabajo en el que no tenía cabida una ley de prevención de riesgos, ni de información por parte de los sindicatos, sin cotización en la seguridad social… era sólo un empleo a cambio de comida, estancia y poco remunerado.

Pero para él no era inconveniente, sabía que era joven y que para prosperar tenías que sacrificarte y aprender. Sobretodo aprender, porqué al principio era eso, un aprendiz.

Un aprendiz que se formó a base de los errores y pagar por ellos. A base de hacer el trabajo de los ya más aposentados y que ellos no querían hacer… Fue así como salió adelante. Se forjó como mecánico.

Tuvo que trabajar mucho y duro. Pasar jornadas conduciendo tractores sin cabina, bajo tempestades de nieve… pero era igual, él quería prosperar y lo consiguió.

Su constancia, esfuerzo, dedicación, ganas de aprender… hicieron que avanzase en la vida.

Conoció a mi madre en el baile, pues también tenía que haber tiempo de ocio. Comenzaron una relación que terminó al cabo de siete años casándose. Siete años de noviazgo, de ahorrar, de tener que olvidarse de muchas cosas para comenzar una nueva familia. Valores que no existen en nuestra sociedad actual. De cambio de trabajo para poder progresar, para tener una seguridad y esperanza en una nueva vida.

Se compraron un piso, se casaron… y tuvieron tres hijos, dos niñas y un niño. Pero lo que siempre les mantuvo unidos era que sus hijos estudiarían, se quedarían con ellos, los ayudarían, los acompañarían… Y sí, fue así. Incluso él, a pesar de su mediana edad quería mejorar y abrió un negocio donde él era uno de los socios-jefes-trabajadores. Quería que sus hijos estuvieran orgullosos de él, que si fuera necesario trabajaran en aquella empresa familiar… Fue su última ilusión, ser él el propio jefe de su vida. Después de luchar tanto por su bienestar y el de su familia, cuando hacía dos meses que la empresa estaba en funcionamiento y en buen camino, en un día de invierno, se levantó el día para todos… menos para él.

Un ataque al corazón se lo llevó. Dejó en este mundo todo por lo que había luchado. Su familia, su esposa, sus tres hijos menores, su negocio… su vida. Una vida que no había sido fácil, pero que le había premiado con su familia.

De mi padre poco me queda a parte del recuerdo. Yo tenía 14 años cuando nos dejó. Pero el legado del esfuerzo, la esperanza, la constancia… y otros valores han sido la mayor herencia que nos podía dejar.

Gracias.

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