MÁS ALLÁ DEL HORIZONTE

MÁS ALLÁ DEL HORIZONTE

Yuliya Turavinina

16/03/2020

Soy un inmigrante. No huí de mi país por la guerra, ni por un régimen duro, ni por la discriminación, ni por un amor no correspondido. Tampoco huí porque haya cometido un delito. Me fui porque me fugué de mi mismo. O mejor dicho, escapé de todo y de todos los que me rodeaban para encontrarme conmigo mismo. Ese reencuentro precisaba cambios drásticos; no bastaba con un simple cambio de una casa en una calle por otra casa en otra calle. Necesitaba construir mi nuevo y verdadero yo desde cero, en un lugar absolutamente distinto; en un lugar con otra cultura, otro idioma, con distinta arquitectura y hasta distinto relieve terrestre. Necesitaba un lugar en el que no conozca nadie y que nadie me conozca a mí. Un lugar en donde podía construir relaciones libres de influencia, de intereses, de prestigios y de religiones. O con influencia, con intereses y prestigios, pero elegidos solo por mí, por mi libre decisión. Es por ello que migración fue pacífica, si no tomo en cuenta las revolucionarias protestas que atormentaban mi ser.

Y entonces… me llamo Juan. También me llamo Jalím. Nací en Kirguistán, en un aúl de dos mil habitantes llamado Kara-Kul y en una típica familia musulmana, asentada en una gran casa de arcilla, con un jardín de duraznos, un huerto y un pequeño ganado. Éramos ocho hermanos. De mi  энеке solo recuerdo que era una mujer sumisa y callada. Se levantaba con los primeros cantos del gallo y se acostaba pasada la medianoche. Vivía cansada cumpliendo las tareas domésticas sin siquiera tener un par de minutos para algunos de nosotros. No recuerdo ni su cara, ni su voz, ni sus manos. Solo la imagen de una mujer delgada, vestida siempre con ropa gris o negra y con la cabeza cubierta con un paño, que cocinaba, limpiaba, planchaba y alimentaba a los animales de la granja. A mi padre por el contrario lo recuerdo muy bien. Recuerdo su siempre rostro frío. Cuando podía reír, solamente sonreía; cuando era momento de enojarse y gritar, él solamente fruncía el ceño y achinaba sus ojos, convirtiéndolos en un sable negro con una mirada afilada que hacía congelar la sangre. No le tenía miedo, pero mi deseo de todos los años que viví allá era, aunque sea una sola vez, verlo gritar o reír. Mi padre era veterinario y para cada uno de los hermanos nos tenía un futuro preparado. Yo debía ser ingeniero electricista.

– Me voy al centro, pidan cada uno una sola cosa – nos decía nuestro padre cada primera semana del mes, cuando iba al centro para buscar los remedios que necesitaba para su clínica veterinaria.

Cuando me tocaba pedir a mí, yo solo bajaba la mirada sin responder. Él se marchaba negando con la cabeza. Para la tarde, cuando volvía, me traía mi pack de hojas lisas, doce temperas y una advertencia: “Solo te lo compro con la fe de que no me defraudes y estudies ingeniería. Todos estos dibujitos es chiquillería, en el futuro se eligen cosas serias, dignas para un hombre con la responsabilidad de sostener una familia”.

– Рахмет ата – agradecía  yo desesperado por poder estrenar mis nuevas pinturas.

Él cruzaba los brazos tras su espalda y se marchaba, mientras yo, con mi tesoro en las manos, corría hacia la estepa para dibujar. Amaba los relieves esteparios de mi país. Nunca tienen fin y siempre aparece algo nuevo y desconocido. Pero dibujando aquella estepa soñaba por dibujar lo desconocido que estaba más allá del horizonte. Soñaba y seguía con la vida prescrita por mi padre, por la tradición familiar, por la religión de mis antepasados, por los criterios de los aldeanos y por mi propio convencimiento de que así debía ser y solo así es correcto.

Terminé la escuela, luego termine el terciario de electricista. En aquellos momentos construí mi propia casa de arcilla en el terreno aledaño al de mis padres y mis hermanos. Me comprometí con mi vecina Aigul. Nuestros padres arreglaron nuestro casamiento para cuando termine la Universidad. De ella me dijeron que es una buena chica. A los veintitrés años partí de mi aúl hacia la capital para ingresar a la Universidad en un tren y con una vieja maleta de cuerina gastada.

Todo cambió cuando en una reunión de estudiantes conocí a Raúl. Él era un crítico de arte y había llegado con un grupo de estudiantes españoles para recorrer los pueblos de los países de Asia Central. No recuerdo bien cómo me atreví a mostrarle mis pinturas, pero nunca olvidaré el día que, por primera vez, y sin miedo ni prejuicios, le mostré a un extraño algo tan íntimo mío como mis cuadros. El los observó al principio con un interés indulgente, que pronto se transformó en sorpresa, para acabar en verdadera estupefacción. Luego exclamó: “Excelentísima percepción. Es justo lo que estaba buscando”. Luego de medio año, acompañando el grupo de estudiantes y a Raúl, sin avisar y sin despedirme de mis padres, sin disculparme con Aigul, dejando atrás un falso Jalím que construía su vida con instrucciones obligatorias, huí hacía un lejano y desconocido país España, con una profunda esperanza de encontrar mi verdadera pasión, mi verdadero futuro, mi verdadero oficio y mi verdadero yo.

Y aquí estoy. Ya soy un hombre de cincuenta y tres años, que trabajó mucho y duro, y que estudió mucho. Soy un artista y un director de una escuela de arte, un crítico y un coordinador de exposiciones. Y soy feliz. Tengo mi pasión, mi oficio, mi familia y mi propio yo cumplido. Lo único que me falta es volver a mi tierra esteparia para abrazar a mi madre y pedirle perdón a mi padre por huir sin despedirme y por no cumplir sus esperanzas. Deseo volver a ver esos ojos de sable con la mirada afilada. Pues esta vez tal vez vaya a gritar o a reír, no lo sé. Pero que me va a perdonar, estoy seguro.

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