Hacía más de treinta años que no visitaba esta venta. La carretera donde se encuentra pasa por detrás del cementerio y no va a ningún lugar importante. He llegado hasta aquí recordando tiempos de niñez. Me he sentado en el cobertizo para tomar café. Todo está igual que lo recordaba, mísero y pobre.

Un lugareño, llega dando risotadas y hablando solo. Aparenta cincuenta años, aunque con este tipo de gente nunca se sabe, están envejecidos prematuramente. Viene acompañado de un bodeguero. Ha entrado directo a la casa, el perrillo se ha quedado en la puerta. Quedan pocas ventas como ésta; una casucha con la cubierta de vigas de madera, cuatro palos, un sombrajo con ramas de eucaliptos, tres mesas y unas cuantas sillas. Y en este caso, dos enormes moreras que le dan el nombre. El hombre ha salido del caserío, se ha sentado en la mesa colindante a la que yo ocupo. Lo observo; viste camisa blanca ajada, con los puños y el cuello ennegrecidos, chaleco de paño verde y pantalones de pana, raídos y sucios. Se cubre con una gorrilla y calza botas de media caña manchadas de estiércol y restos de barro seco. El perro ha venido detrás de él y se ha echado a su lado. El hombre le pone la mano en el lomo y le habla como si se tratara de una persona.

─Te quedas aquí quieto y me esperas. Aquí nos vamos a quedar hasta que se vaya el sol, así, que de aquí no te muevas ─Se levanta y vuelve a entrar en la venta. El perrillo deja caer su cabeza sobre las patas delanteras y se queda soñoliento y pegado al suelo. La tarde, primaveral, invita a quedarse al respaldo del ramaje. El hombre vuelve y el perrillo se levanta de un salto. Está inquieto hasta que el hombre le habla.

─ Ya llegué ─le dice. Y después se dirige a mí, por primera vez.

─ Es que es ciego ¿sabe usted? Le tengo que ir explicando lo que vamos haciendo. Lleva conmigo desde que nació, lo tiraron a la cuneta. Lo recogí y desde entonces estamos juntos, ya se acostumbró a mí, me huele desde lejos. Yo cuido de él y él cuida de mí. Usted es forastero ¿no?

─Si, soy forastero ─Contesto, pero el hombre ya no me oye. De vez en cuando suelta risas o balbucea retahílas incomprensibles; habla con alguien o consigo mismo. Se bebe la cerveza y vuelve a entrar en la venta, el animal ni se inmuta. Al rato sale con otra cerveza, esta vez, se queda de pié delante de mí. Despide un olor fuerte a orín y a excrementos de cuadra. Me habla:

─No llueve y mientras no llueva ni hay tagarninas, ni acelgas ¿Quiere usted pajaritos?

─ ¿Pajaritos? No, no, es muy complicado pelarlos.

─Ya se los doy yo, pelaos y limpios, los cojo y los preparo enseguida. Son de los chiquititos, si usted quiere le traigo unas cuantas docenas.

─No muchas gracias ─no se ocupa más de mí, da media vuelta y vuelve a sentarse.

La tarde, apacible y tranquila, me lleva a mis pensamientos; recuerdos de mi niñez con los amigos, al canal para bañarnos y pescar ranas.

De pronto todo se torna agrio, violento. Una mujer ha llegado de improvisto -ni siquiera el perro anunció su llegada- se coloca delante del hombre. Ni saluda, ni hace ningún gesto amable. Su aspecto es desagradable, desgreñado; huele también a estiércol, a cuadra, a orín, a alcohol, a vino acre, a sudor rancio, y a leche agria. Todo en ella es patético y feo.

─Dame dinero, necesito dinero.

─No tengo, aún no he vendido nada.

─ ¿No tienes dinero y te estás tomando una cerveza? ¡Venga ya!, no seas mierda, crees que soy tonta. Seré borracha y puta, pero tonta no ─se acerca más a él y le da un manotazo en la cabeza─ ¡que me des dinero, coño, que lo necesito ya!

El hombre no se mueve, no dice nada. A los gritos, acuden un zagalón y otra mujer vestida de negro.

─ ¿Que pasa aquí? A gritar te vas a tu casa. ─Dice la mujer que acababa de llegar.

─Ya me iré yo cuando me salga del jigo, so puerca. No te preocupes, ahí te lo dejo, pa que lo metas en tu cama ¿o tú crees que yo no sé lo qué hay, y por que se pasa aquí las horas muertas, en lugar de estar vendiendo? ¡Iros a la mierda, hijos de puta!

Se marcha apresuradamente. La otra mujer y el muchacho entran en la venta. El hombre no se mueve, la cabeza agachada mirando al suelo. Todo se ha torcido; los recuerdos, el paisaje. Todo se ha vuelto gris y triste. Me quedo inmóvil.

El hombre por fin reacciona. Ríe sin control, se frota las manos por la frente y vuelve a reír, habla solo, enfadado, como si discutiera con alguien. Se levanta y entra una vez más en la casa. Los minutos se hacen largos, lentos, pesados.

El perro, da un salto y corre al interior de la casa, aúlla como un lobo. Oigo gritos, muchos gritos, reacciono y me dirijo también al interior, me tropiezo con el zagalón que va saliendo dando voces, las manos en la cabeza,

─Sa horcao, sa horcao.

Corro al servicio, el hombre está colgando de una viga. La mujer intenta cortar la cuerda, lo sujeto por las piernas, se doblan por las rodillas, da sacudidas violentas cuando intento izarlo, La mujer corta la cuerda y el hombre se me viene encima. Caemos al suelo. Me repongo y consigo aflojar el lazo que ya le ha cortado la piel y sangra a borbotones. El hombre da un grito y aspira aire, le dan arcadas y tose, se queja. La mujer le ayuda. Yo me retiro para llamar al 061 con las manos manchadas de sangre, temblando y oliendo a orín, a cuadra y a chero de ganado cabrío.

Francisco de Juan

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