Contempló las ruinas milenarias de la majestuosa ciudad construida en la cima de las inhóspitas montañas. Tan alta e inaudita que parecía el refugio natural de los espíritus. Ciudad hecha entre las nubes para servir de hogar a los dioses que gobiernan los cielos y la naturaleza, a los astros centelleantes y a todas las estrellas del firmamento universal. Refugio de las faunas olvidadas y de las floras extintas, de las jaurías que habitan invisibles en todo lo que fue. También la espera de lo que aún no existe, esperando por existir en su momento, con la tranquila paciencia de la eternidad entre sus pliegues, habitando con lo más antiguo. Y supo, al contemplarla, que jamás había estado allí y que sus ojos no la estaban contemplando en realidad, que era un sueño extraordinario, una epifanía maravillosa, la visión de un pasado inexplorado en su porvenir.

Entonces quiso volver en sí para mirarse lejos de su propia carne en su lecho, absolutamente consciente de su locura visionaria, absorto en el hecho de ser un trozo de neblina naciendo de entre esas montañas inhóspitas, luego de ser una gota de agua entre las aguas, igual de oceánica, cayendo sobre esa audacia terráquea como en guerra por aniquilarla, poco a poco, en su osadía de ser tan alta e inaudita. Tanto que la increíble ciudad parecía puesta entre dos cielos, con uno superior para sus privilegiados habitantes y otro que les rodeaba como un océano celestial que les ocultaba de los demás mortales.

De repente, como una iluminación creadora de esa extraña y fantasmagórica vitalidad, las ruinas silenciosas y solitarias, gobernadas por la oscuridad y la quietud, resplandecieron con una luz prodigiosa. Entonces contempló el divino nacimiento de sus antiguos pobladores, fraguados por el dios del fuego milenario en sus amoríos con las divinidades subterráneas. También admiró su nacimiento en las ágiles manos de esos insólitos habitantes, quienes la construyeron con un esfuerzo colosal. El tiempo se volvió un fugaz resplandor y vio los años de su construcción en un acelerado instante. En su sueño la contempló en su época más próspera y como si estuviera viva, oyó su voz divina llamándolo por su nombre a su encuentro. Entonces supo que debía estar allí, que debía caminar por el sendero de piedras ornamentadas que conduce hasta el templo en la cúspide, que ese era su nuevo destino.

Y despertó de ese sueño sorprendente con el único objetivo de llegar a las ruinas de esa antigua ciudad perdida entre las montañas. Sin embargo, la crudeza de su triste situación le golpeó tan duro en sus ganas de viajar, como en el hambre atroz. La cruda realidad de la miseria en todas partes se presentó como el primer gran obstáculo a superar en ese viaje inesperado: nada en las alacenas del pequeño cuarto que le sirve de cocina y de alcoba, nada en los bolsillos de sus pantalones raídos, ningún medio de transporte rápido y seguro, ninguna agencia de viajes con guía incluido, ninguna fotografía turística de su destino insólito –apenas existente en un sueño fantástico–, ningún amor esperándole, o acompañándole, con los brazos abiertos y las ganas dispuestas… Se preguntó en ese momento angustioso del despertar a la consciencia de sus verdaderas circunstancias. ¿Acaso todo esto es necesario cuando se tiene un destino?

Solamente tiene el devorador deseo de viajar hacia las ruinas de lo que fue una espléndida ciudad, ahora extinta, de iniciar el rumbo hacia esa meta en las montañas inhóspitas. Sin nada más que esos deseos inmensos de empezar a caminar por el sendero hasta mirar al pasado más antiguo en su incierto porvenir, convirtiendo cada paso en un propósito. ¿Acaso se requiere algo más que un destino y las ganas de llegar a él? Porque ahora su meta no solo es arribar a la antigua ciudad que habitó en sueños, sino encontrarse en el sendero y verse recorriendo el camino rumbo a ese destino que alguna vez tuvo y que ahora vuelve a tener.

Entonces decide levantarse y ponerse en el umbral de su vida. Adentro la miseria que le ha sabido gobernar y que ha heredado desde la infancia, la misma que le enseñó a quedarse quieto en la nada a esperar el final Afuera el camino de tierra que marca el inicio de una nueva existencia, el sendero que lleva a la transformación y que tiene como meta la cúspide del paso a paso, sin retorno y sin final.

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