El susurro del Ganges

El susurro del Ganges

Marc Renton

06/09/2019

Os contaré una historia que el Ganges me susurró con murmullos de agua. Había llegado a Benarés, la más sagrada de entre las sagradas ciudades indias. Me senté en sus orillas y la paz del río me abrazó con una espiral de viento y ceniza. Las piras funerarias ardían en los ghats, llevando a otros mundos los que habían dejado de pertenecer al nuestro.

—Cuéntame tus secretos, eterno Ganges —le supliqué al río.

Me respondió con pétalos. Sus aguas estaban cubiertas de ellos, ofrendas al más allá de los que aún moramos en el más aquí. Cerré los ojos y repetí la frase, pero esta vez usando el código morse de los latidos del corazón. Fue entonces cuando recibí la respuesta del Ganges:

Soy el Ganges, el río Dios, y mis palabras son fuente de vida. Escucha, escucha efímero forastero, esta historia sobre la belleza y el paso del tiempo. Los angostos callejones de Benarés…

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Los angostos callejones de Benarés conformaban un laberinto imposible de memorizar, más la pequeña Kamini corría por ellos con la seguridad del que nunca se va a perder. Las lágrimas que brotaban de sus ojos dejaban una estela de tristeza a su paso. Era una huida sin destino, correría hasta que sus piernas no tuvieran la energía suficiente para seguir haciendo caso a una voz interior que le empujaba a llegar hasta los colosos nevados nepalíes y más allá si las fuerzas se lo permitían.

Donde llegó fue a mi vera. al magnánimo Ganges. Los últimos pasos hasta el agua los dio con una actitud temerosa, impropia de la vitalidad que debería emanar de una niña de seis años. Tenía miedo a su propio reflejo. Cuando el agua empezó a empaparle las plantas de los pies, Kamini finalmente tuvo arrojo para bajar la mirada y observar al yo reflejado. No había sido una pesadilla. Allí seguía su cabeza completamente huérfana de pelo, rapada al cero y de una esfericidad absoluta.

La mente de Kamini se inundó de momentos. Su madre diciéndole que debían vender su hermoso pelo azabache, pues con ese dinero se alimentaría toda la familia largo tiempo; los dolorosos tirones que el hombre que le cortó la cabellera le hizo con las tijeras; su otrora envidiada melena amontonada en el suelo, inerte, como una recuerdo que dejó de latir. Cuando estaba a punto de romper en llanto otra vez, un leve chapoteo y un reflejo que invadió el suyo la sacaron de su abstracción. Al levantar la cabeza, Kamini se encontró una señora diminuta, toda ella arrugas y pelo blanco, que la miraba orgullosa. Kamini, que a pesar de su corta edad no era mucho más bajita que la señora, estimó que por lo menos tenía noventa años. Aunque que lo que más le impactó, echando sal en la herida, fue la larguísima cabellera blanca de la anciana que se derramaba por su colorido sari.

La mujer escudriñaba el interior de Kamini en busca del motivo por el cual lloraba. “Soy fea”, le dijo a la señora, “sin mi cabello soy fea y nadie me querrá”. Se dejó de caer de rodillas al agua, llevándose las manos a la cara, y en una preciosa catarata sus lágrimas se convirtieron en río al caer sobre mi regazo. Entonces la mujer la cogió por el brazo y con una sorprendente demostración de fuerza la levantó, lo que cortó de raíz los lloros de Kamini. Con un gesto escueto, la mujer indicó a Kamini que quería que la ayudara a subir hasta lo más alto del gath.

En la cúspide de la escalinata, ambas se sentaron mirando el río, mirándome. Decenas de vetustos buques surcaban sus aguas, cruzándose con elegancia única. Al este se divisaba el humo de las piras funerarias anunciando que una nueva alma había sido liberada por fin del ciclo de la reencarnación. En el extremo oeste del río, en el lado opuesto al humo de las piras, el Sol se retiraba soberbio y rojo para dar paso al crepúsculo. La luz del gran astro se reflejaba en mis aguas, creando una explosión de tonalidades y sombras obnubilantes.

Kamini y la señora observaban la postal con distintos rostros pero la misma admiración. A Kamini le dio un vuelco el corazón cuando finalmente la mujer habló. “Mi nombre es Kesava. ¿Sabes qué significa en la lengua de nuestros antiguos?”, le preguntó. Su voz era profunda y áspera, aunque denotaba un esplendor pretérito. “Ella, la del pelo bonito. Eso significa”, prosiguió finalmente Kesava. “Mi pelo es bonito. Precioso. Siempre lo ha sido, desde el día que nací. Por eso mi madre y los dioses me bautizaron con este nombre. Pero dime, Kamini, ¿sabes qué significa tu nombre?”. Kamini se sobresaltó, no le había dicho su nombre a la anciana. Kesava respondió al silencio de Kamini con otra pregunta. “¿Qué te parece este atardecer, Kamini?”. La pequeña no tuvo que pensarlo mucho. “Bello”, respondió. Kesava asintió, aprobando sus palabras. “Pues ese es también el significado de tu nombre, Kamini. Mujer bella”. Los ojos de Kamini se encendieron como dos estrellas. “En nuestros nombres reside nuestra esencia, Kamini. El mío dice que mi pelo es bonito, y así será siempre. El tuyo dice que eres bella, y así será siempre también. Con larga cabellera o sin rastro de pelo en tu bonita cabeza. Aprende esto ahora, Kamini. No lo olvides cuando tu pelo vuelva a crecer como una flor en primavera y recuérdalo cuando hayas visto tantos inviernos como yo”, concluyó Kesava.

La pequeña mujer se levantó en ese momento y se fue diciendo adiós con una mirada dulce y una caricia en la cabeza lisa de Kamini. La pequeña sintió como todas las penas abandonaban su cuerpo. Cuando Kesava se perdió definitivamente por oscuros callejones, Kamini volvió la mirada al atardecer, que estaba feneciendo. Entendió que la belleza es un estado espiritual.

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El Ganges calló. Yo abrí los ojos. Ya no era un forastero en Benarés.

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