Si algo he heredado de mis padres, es la riqueza. No he heredado belleza, porque ellos no eran guapos, no soy alto, más bien bajito, no tengo buen físico. Pelo graso, olor fuerte, piernas anchas… Tengo un cuerpo desagradable. Pero soy rico. Dicen que el dinero no da la felicidad; yo es lo único que tengo. ¿Salud? Si por fuera estoy mal, por dentro no estoy mejor. A mis 33 años tengo asma, intolerancias alimentarias y duermo mal. Por culpa de mi físico toda la vida me han rechazado, así que tengo pocos amigos, por no decir ninguno. Pero gracias al dinero soy feliz. Soy feliz haciendo aquello con lo que todo el mundo sueña: viajar. He viajado más y mejor que nadie.

Al principio iba a hoteles de lujo, a ciudades caras y hacía actividades que pocos turistas se podían permitir. Iba a continentes lejanos, descubriendo paisajes, montañas impresionantes, islas paradisíacas… Todo a mi alrededor era perfecto, todo. Pero poco a poco me fui aburriendo de ver, de pisar, de oír, de saborear…, necesitaba sentir algo más, experimentar. Quería ser parte de las maravillas que visitaba, no solo un mero espectador. Deseaba que me sucedieran cosas, sorprenderme, reír, llorar… Todo aquello que una foto no puede mostrar y que el dinero no puede comprar. En principio.

Por eso decidí gastar todo el dinero que tenía en mis manos, que era mucho y así nació lo que he acabado llamando “mi familia”, un grupo de personas que me preparan los viajes de mis sueños. Todo lo que deseo lo convierten en una vivencia real. Voy a lugares fantásticos y en todos ellos me suceden aventuras maravillosas, historias inolvidables.

El mejor de esos viajes fue, sin duda, el último.

Yo siempre soñé con un amor de verano, casualidades, un encuentro inesperado, miradas, paseos cogidos de la mano, baños en la playa, atardeceres románticos, pasión bajo las estrellas, promesas para el invierno… Y eso fue lo que pedí.

La aventura empezó con siete horas de vuelo hasta el aeropuerto central de una gran ciudad. De allí, una avioneta con hélices hasta una pequeña isla y en camioneta hasta aquel maravilloso pueblo.

Llegando vi una pequeña villa, preciosa, que iba desde lo alto de una colina hasta la orilla del mar. Era el pueblo más hermoso que jamás había soñado: casitas blancas, un campanario de piedra marrón y la antigua torre de un viejo castillo. Había llegado.

Fui andando en busca de un lugar donde hospedarme. Encontré una pensión. En la pared de la recepción había un cuadro precioso con una pequeña playa y una pareja contemplando la puesta de sol. Le pregunté a la recepcionista por aquel lugar.

—Es la Cala del Turco, la playa más bonita que te puedas imaginar. La autora es Adelaida, una chica que cada tarde se sienta frente al mar y pinta estas pequeñas obras de arte.

No lo dudé ni un minuto, cogí una bici prestada y me dirigí a aquel lugar.

Cuando llegué, vi el maravilloso paisaje que había sobre el lienzo. Como un loco, me puse a buscar a aquella chica. Busqué y busqué, pero no la encontraba. Finalmente desistí y me quedé sentado en la orilla tirando piedras al mar, haciéndolas rebotar sobre el agua.

—¿Qué hace un chico tan guapo como tú en esta playa, tan solo? —oí decir a una anciana que paseaba con su perro.

—Estoy buscando a Adelaida, una chica que viene aquí a pintar, ¿le suena?

—Adelaida últimamente ya no pinta. La he visto algunas veces llorando frente al mar.

—¿De verdad? ¿Por qué?Y, ¿sabe dónde la puedo encontrar? —le pregunté—.

La anciana señaló una pequeña colina con el bastón. En lo alto, en un mirador, se distinguía una silueta. Le di las gracias a la mujer y corrí hacia la pequeña montaña. Cuando llegué, vi su pelo largo y moreno, llevaba un vestido blanco. Me pareció que estaba llorando.

—Adelaida, ¿eres tú? —le dije mientras me acercaba.

—Sí… ¿quién eres? —dijo girándose. Quedé pasmado ante tanta belleza.

—Soy Damián. Acabo de llegar al pueblo, en la pensión he visto un cuadro tuyo y me he enamorado de su belleza. He ido a buscarte a la playa, pero me han dicho que ya no pintas…

—No, desde hace un tiempo que no… en mis cuadros siempre dibujo a dos personas, una soy yo, la otra… no la he encontrado todavía —y le cayó una lágrima—. Siempre dibujo siluetas porque no sé qué caras dibujar.

Nos miramos a los ojos. En aquel momento me di cuenta de que ni las montañas más colosales que había descubierto, ni el sonido más relajante de los ríos, ni el sabor a sal del mar, tampoco el calor de la arena, ni el olor más particular de las flores, nada, era comparable a lo que empecé a sentir por dentro de mi cuerpo. He podido describir paisajes, reproducir sonidos, explicar todo lo que en mis viajes me ha sucedido. Pero para aquello que sentí me faltan aún las palabras. Lo único que supe hacer fue cerrar los ojos y darle un beso.

Adelaida me lo devolvió abrazándome cariñosamente el cuello. Los siguientes días en la isla fueron mágicos: miradas, paseos cogidos de la mano, baños en la playa, atardeceres románticos, pasión bajo las estrellas, promesas para el invierno…

Era muy feliz, más incluso de lo que había llegado a soñar jamás. Tanto, que llamé a “mi familia” y les dije que, por favor, alargaran el viaje, que me iba a quedar allí para siempre…

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