Mi única posesión

Mi única posesión

Sergio Alonso

06/09/2019

A ti,

Me gustaría empezar por una disculpa, reconociendo mi descortesía y desdén, dando crédito a todo lo que habrás pensado sobre mí en este tiempo, maldiciendo el recuerdo de mi presencia, tan distante y esquiva estos últimos años. Sin embargo, nunca he osado mentirte y no empezaré a hacerlo ahora. No me disculparé por lo que he hecho ni por cómo he sido, pues a pesar de sentir culpa, carezco de arrepentimiento. En consecuencia, no empezaré con la disculpa que sin duda mereces pero no puedo darte, pero sí empezaré con una justificación.


Como te anuncié en mi carta, las últimas letras que dibujé sobre un papel antes de partir, me disponía a emprender un viaje sin meta ni fecha de regreso, un viaje cuyo propósito era encontrarme en la cúspide de mi pérdida, rodeado de lenguas extrañas y parajes inhóspitos, a merced de los caprichos de la existencia.

Durante mi éxodo he contemplado con prolijidad lo majestuoso del mundo. He recorrido selvas húmedas y oscuras, acechado por miradas furtivas y amenazas silentes, auspiciando el fin de mis días y abrazándolo satisfecho. He transitado páramos desérticos, laberintos de dunas sin paredes, ni sombras, ni aguas, ni alimentos, ni esperanza. He visto cielos nocturnos iluminar océanos de aguas cristalinas, espejos infinitos de brillos astrales y destellos celestes. He recorrido avenidas hacinadas que albergaban la tristeza de una vida sometida por la necesidad, por el anhelo vacuo de ser pudiente para pagar la propia muerte. He conocido la envidia y la crueldad de la mano de los crueles que la impartían sobre aquellos a quienes envidiaban; he conocido el tacto del amor sin cláusulas sobre mi propia carne que, virgen de toda maldad e impureza, alejaba con su inocencia la maldad del mundo. He estado a merced del frío inclemente que agrietaba mis mejillas en noches de invierno a la intemperie; he sido abrasado por soles sin piedad que calcinaron cada ápice de mi piel en días estivales de infiernos terrestres. He derramado lágrimas de nostalgia sobre recuerdos de mi vida pasada y he llorado de alegría mientras dejaba atrás toda esa vida.


He viajado y, en mi viaje, me alejaba de mí para acercarme a lo que soy. No espero que me entiendas, pero sí que me perdones, porque creo saber lo que habrás sentido. Más de una lágrima habrá recorrido tus pómulos al imaginarme solo y perdido; más de una maldición habrá teñido el recuerdo que tenías de mí al no recibir noticia alguna; más de una vez habrás pensado en acercarte a mí para acompañarme y rescatarme de mi tristeza; más de una vez habrás sonreído imaginando mi vuelta.


Te agradezco tu nostalgia, tu afecto, tu bondad y tu cariño mientras intento compensar tu pesar, tu duelo y tu miedo con esta carta. Y para serte tan sincero como quiero ser y como mereces que sea, debo confesarte algo:

No debías derramar lágrima alguna, pues estando solo me acompañé de mí mismo por primera vez en mi vida, entendí mis deseos y descubrí mis anhelos, me perdí para olvidarme de mí y al fin conseguí encontrarme; no debías maldecir mi recuerdo, pues recibir noticias mías es fruto de abandonar mi viaje para dedicar un tiempo precioso a unas líneas, en el fondo, vacías; no debías querer acercarte, porque tu compañía me alejaría de mi soledad y mi soledad, tan celosa y posesiva, te habría alejado de mí para hacernos dos almas distantes ocupando un mismo espacio, ajeno e impropio para ambos; y no debías sonreír al imaginar mi vuelta, porque mi vida empezó en este viaje y, de ser periplo, terminará también con él.


Me despido con una humilde petición: consérvame en tu memoria como yo te conservo en la mía. No me compadezcas, no me añores, no me odies, no me ames, no me esquives, no te enfrentes a mí, no quieras tocarme, no quieras olvidarme, no me quieras. Solo consérvame.


Adiós y gracias por tu recuerdo, la más triste y bella posesión que conservo.


Yo.


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