—Nos están haciendo señas… es la policía… Para, ¡para! —grito a Carlos, al volante.

Acabamos de salir de La Habana en nuestro Skoda recién alquilado. Con sus más de 100.000 kilómetros de rodaje y una señal de aceite encendida en el salpicadero, llevamos ya los suficientes días en La Habana para saber que aquello es Cuba y los estándares por los que se rigen no tienen nada que ver con los europeos. Al preguntar al cubano de la empresa de alquiler por el testigo encendido, el hombre se encoge de hombros y nos dice al más puro estilo cubano:

—Ya tú sabes, aquí la gasolina tiene un octanaje que hace saltar los avisos… pero más nada.

Tras dar infinitas vueltas para salir de la ciudad y esquivar a varias almas supuestamente altruistas que nos ofrecen acompañamiento para dar con la autopista, por fin dejamos atrás la ciudad y nos adentramos en la carretera Nacional, la principal vía del país. Cuenta con varios carriles por sentido sin líneas divisorias, y al salir de La Habana parece más un mercadillo de productos típicos que una vía rápida. Ristras de ajos, quesos y todo tipo de alimentos aparecen de la mano de sus dueños en el arcen y bajo los puentes.

Hasta que a los pocos minutos nos dan el alto dos policías… o al menos lo parecen.

Carlos duda, pero al final para. Son dos jóvenes vestidos de forma que más que policías parecen aparcacoches.

—Hola señores, somos policías. ¿Serían tan amables de llevarnos al siguiente pueblo? No tenemos patrulla.

Carlos y yo nos miramos en alerta. ¿Qué hacer? ¿Serán policías de verdad? Ya nos habían advertido que este es un país seguro, pero que la costumbre es ir recogiendo a la gente que va caminando por todas partes, porque aquí otra cosa no, pero los podómetros no darían a basto. Y realmente es la mejor manera de conocer el país y a su gente.

Suben los dos jóvenes agentes. Yo, sentada en el asiento del copiloto, no les quito el ojo por el retrovisor. Son muchas películas de cine vistas para no imaginar cualquier desenlace cinematográfico. Pero a los pocos minutos, veo a los dos agentes del orden durmiendo con la cabeza apoyada en el respaldo. Qué paz me dan estos policías.

En la siguiente salida, Carlos para el coche. Los dos agentes despiertan de su ajetreada jornada, nos dan las gracias con toda naturalidad, y se bajan del coche.

Carlos arranca de nuevo y seguimos por la autopista en dirección a Camagüey. Acaba de pasar el huracán Ike y ha dejado huellas en el paisaje. Árboles caídos, ríos crecidos y tejados derrumbados. Pero enseguida me doy cuenta de que el verdadero viaje va a ser el intraviaje por carretera. Roto el hielo de los prejuicios europeos contra el autoestopismo, ya sé que va a haber muchos como estos dos agentes. Apenas hay tráfico por la autopista que atraviesa la isla, natural para ellos, que no pueden pagar el precio de la gasolina. Solo adelantamos algún coche americano de los años 50 que hemos visto en las películas mientras admiramos el paisaje caribeño. Tenemos que agudizar todos los sentidos para averiguar cuál es nuestra salida. La mitad de ellas no están señalizadas, y en un punto dado, tomamos una salida que a los pocos metros aparece cortada porque la carretera no continúa. Así sin más, ya tú sabes.

Enfilamos por una carretera secundaria, sin pasar de 20 kilómetros/hora a riesgo de sufrir un reventón por los continuos baches y agujeros en el asfalto. Al atravesar un pueblo, vemos de todo, excepto coches. Hago un recuento de los medios de transporte y básicamente son las piernas, bicicletas, motocarros y caballos. Los pocos medios que funcionan con motor de combustión inundan el camino a su paso con un humo diabólico por el pésimo combustible, y son camiones, camionetas y tractores que transportan de todo y a todo el que cabe hasta reventar.

Conducir es un continuo zigzag y adelantamiento de personas, animales y vehículos, incluidas bicicletas. Más adelante visualizo una que lleva de paquete un cerdo muerto. Solo espero que no me toque de cena.

A unos metros, en el arcén, una pareja de apariencia muy anciana nos hace señas para que paremos. Con ellos no dudamos, aunque bien podrían ser unos Bonnie&Clyde enmascarados.

—Gracias, amigos. Vamos al médico, hasta el siguiente pueblo —nos dice el ancianísimo—. ¿Y de dónde vienen ustedes?

Cuando les decimos que de España, el hombre nos pregunta acto seguido si no tendríamos unas pesetillas a mano. Le tenemos que aclarar que hace ya varios años que usamos el euro, una lástima. Parece ser que esa moneda no le encaja en su monedero.

En el siguiente pueblo, paramos para que bajen. Bajan del Skoda con dificultad, que a estas alturas, y con sus 25.000 kilómetros en cada rueda, nos parece un Ferrari. La mujer, arrugadita y callada hasta entonces, me saca un racimo de plátanos y me los da en agradecimiento por el viaje.

Nuestro viaje solo acaba de comenzar y, aunque no lo saben, el viaje son ellos.

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