Empezaron a caminar por una senda empinada, a la orilla florecían árboles grandes y pequeños. Antes de dar el siguiente paso, bajó la cabeza, tomó con sus manos la punta de las cintas empolvadas que se habían desatado. ¡Qué fácil se desatan las cosas y por sí solas! De reojo la miró, ella observaba con sus inmensos ojos azules un cúmulo de nubes que jugueteaban en el cielo. No prestó mayor atención al percance de su marido, simplemente se dedicó a contemplar la tarde cuyos colores comenzaban a desteñirse. Te das cuenta, este camino era el más largo… Pero mira, hemos tenido el privilegio de ver este día como entonces. ¿Sirve de algo? Yo no sé. Sabes, estoy cansada de vivir de recuerdos, a veces creo que ya no estamos vivos, somos seres que… Bueno eso crees tú, yo me siento cada día el mejor hombre, necesito hacer mi obra. Y tú pocas veces reparas en mi tiempo, quizá otro sol nos alumbrara si te pusieras a la par mía. Hay tanto por conocer, tanto por vivir, tanto que dar a los demás, que esta obstinación tuya me sigue dando la razón que quiero volver a ser libre. La brisa desprendió una hoja, ajada ya por los días vividos. Se cayó por inercia, y ella calló al no saber responder. Desde hace ocho años comparten la misma cama, sus olores corporales, el gusto de los labios y aquella memorable casa de salas amplias y cuantiosos cuartos, ubicada en una lujosa zona residencial. Los inquilinos no se metían con ellos ya que ni palabras les dirigían, salvo cuando cobraban lo del mes. Si algo los distinguía es que no discutían ni gritaban como ocurre a la mayoría de parejas. Aparentaban normalidad, desde la hora de partir al trabajo hasta su regreso cada quien por sus propios medios. Al reunirse nuevamente en aquel acogedor seno, juntaban voluntades para elaborar la cena. De vez en cuando apagaban la luz y una vela alumbraba sus vidas. Apenas se distinguían los rostros en la penumbra. La costumbrelos obligaba a ingerir los alimentos a las ocho de la noche, ni un minuto más ni un minuto menos. Después vendría una caminata por el jardín, tomados de las manos, sin mirarse ni hablarse. Las veces que rompían el silencio recordaban esa fastidiosa discusión que él rehuía. No había otro tema aunque sus trabajos generaban infinidad de datos dignos de ser discutidos a fondo. Algo pasaba, algo que hasta los más sabios libros acomodados en una repisa ignoraban. Aquella mañana de domingo decidieron quedarse en casa, se ducharon, después se bañaron con el mejor de los perfumes para aderezar la piel. Una blanca sábana tendida sobre la cama albergaba un racimo de jugosas uvas bordadas en hilos brillantes. ¡Te amo!.., resonó la palabra agitada. Las piernas voltearon a uno y otro lado. Un suspiro aquí, otro allá, después… gemidos desesperados que se fueron ahogando hasta que retornó la calma. ¿Qué pasa? _Nada… ¡Umm, nunca te he visto tan preocupada! Es la primera vez sabes. Ya pasará. Por hoy se me hace tarde, me marcho, adiós. La silueta del hombre se dirigió sin miedos hacia la puerta. Los azules ojos se humedecieron con esa ternura extraña de mujer. El racimo de uvas sobrevivió, una planchada habría de volverlas tan frescas como antes o quizá un tirón de manos. Mientras eso ocurría en la ventana un libro terminaba de contarle su historia a él, que despreocupado lanzaba la última bocanada de humo para que se deshiciese en el aire sereno que perfumaba un florido narciso plantado a la entrada de la casa.

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