Mateo era un niño al que le encantaba seguir desde su ventana el vuelo de las cigüeñas que anidaban sobre el campanario de la iglesia de su pueblo. A veces las oía crotorar junto al riachuelo que pasaba cerca de su casa, buscando alimento entre los juncos de la orilla.

Por las noches, con la escasa luz de la luna, las imaginaba dentro del nido, vigilantes ante la amenaza nocturna.

Llevaba meses observándolas cuando su madre, viendo la pasión que su hijo sentía por aquellas aves y, colocándole el niqui, le preguntó.

—¿Y por qué no les pones nombres? —le sugirió.

Mateo se quedó pensando y, desde ese día, llamó Gala a la mamá cigüeña y Nico al papá.

Una mañana, antes de ir a la escuela, Mateo se asomó a la ventana y descubrió que el nido de las cigüeñas tenía nuevos inquilinos; tres cigoñinos, con el pico negro, asomaban sus cabezas por encima de los cepellones de trigo entrelazados, y debía ponerles nombres.

Aprendió a dibujarlas, vigilando su hogar, escarbando en el barro y, sobre todo, planeando por encima de los tejados jugando con el aire.

Aquellas láminas comenzaron a forrar el techo de su habitación hasta llegar a parecer un cielo plagado de cigüeñas volando en todas las direcciones. Tanto llegó a quererlas Mateo, que soñó con que un día volaría con ellas.

Una tarde, al llegar de la escuela, Mateo soltó su mochila, fue deprisa a su ventana y encontró a Gala y a Nico con sus cabezas agachadas, como si sus picos buscasen desesperadamente a sus polluelos entre las brozas de su nido; el vuelo amenazante de un águila de cabeza blanca rondaba por encima del nidal.

Algo terrible había ocurrido.

Mateo comenzó a llorar. Al oírlo sollozar, su madre intentó consolarlo. De repente, Gala y Nico comenzaron a castañear sus picos al tiempo que uno de los cigoñinos asomaba su picacho negro.

—¡Mateo! ¡Mateo! ¡Mira, hijo! —le avisó su madre—. Una de las crías ha sobrevivido al ataque del águila.

El niño se acercó de nuevo a la ventana.

—Ese se llamará… Apolo —dijo Mateo, sonriendo.

Y esa noche, Mateo pensó en escalar al campanario y ayudar a Gala y a Nico a levantar una buena defensa que protegiera al nido de los feroces ataques de las águilas de cabeza blanca.

Ese fin de semana, sorteando la vigilancia de su madre, Mateo se coló en la iglesia, subió las escaleras que llevaban al campanario y trepó por una escala con la que el sacristán conseguía remontar hasta la veleta.

Al alcanzar el nido, Gala y Nico echaron a volar dejando sola a su cría. Mateo le dio a Apolo unos trozos de pan que, asustado, rechazó. Finalmente, la voz de Mateo consiguió persuadir al retoño.

Y así, día a día, consiguió la confianza de Apolo; también Gala y Nico se habituaron pronto a su presencia.

Pero el sacristán acabó por descubrirlo y fue a decírselo a su madre.

—No quiero que vuelvas a subir a ese nido ¿me oyes? Es muy peligroso —le prohibió—. No hagas que te castigue sin salir todo el verano.

No obstante, el sueño de Mateo estaba aún por hacerse realidad.

Próximo el final de ese verano, las cigüeñas preparaban su viaje a tierras cálidas, donde evitarían los rigores del invierno de la meseta.

Apolo se había convertido en un experto volador y fue el primero en iniciar el éxodo, uniéndose a una bandada de cigüeñas jóvenes. Tras Apolo, Nico arrancó su viaje acompañando a las parejas vecinas de la comarca de Sayago.

Gala aguantaría hasta la mañana siguiente.


Al ver que Gala estaba sola, Mateo quiso acompañarla, y aquella noche trepó silencioso hasta el nido.

—¿Quieres venir? —le preguntó Gala.

Mateo, sorprendido, no supo qué responder.

—Si lo deseas puedes subirte encima de mí —insistió la cigüeña—. Te mostraré cosas que nunca has visto.

—¿Podrás conmigo?

—Pues claro que sí. Mis alas están encantadas.

—Pero mis padres van a inquietarse por mi ausencia.

—No te preocupes, estarás de vuelta antes de que despierten.

Al despuntar el día, Mateo montó a lomos de Gala que, hasta conseguir equilibrar el peso, voló cerca de los tejados.

Mateo tardó unos minutos en acostumbrarse a la altura. Bajo aquellas alas, podía ver las grandes pendientes, decenas de bancales llenos de árboles frutales, olivos y viñedos cargados de racimos de malvasía negra. Nunca había visto nada igual.

Camino del sur, los campos y senderos aparecían repletos de zarzales, rosales silvestres y lavanda, entre peñascos, fallas y despeñaderos. Pero Gala debía cuidarse de milanos, águilas y buitres.

Antes de llegar al sur, nubes negras del Atlántico, empujadas por el viento del suroeste, cubrieron el cielo y comenzó a llover con fuerza. Gala buscó un refugio donde aguantar el chaparrón; Mateo estaba empapado y debía secarse.

Dos semanas tardaron en llegar al estrecho. Hasta entonces, Gala había buscado las corrientes cálidas en altura que la ayudaban a no tener que batir las alas.

Pero cruzar el estrecho significaba mucho riesgo.

El vuelo de Gala comenzó a debilitarse sobre el mar y, cerca de la costa africana, los disparos de unos cazadores rozaron una de sus alas aunque, revoloteando, consiguió elevar de nuevo el vuelo.

Tras el estrecho, las tierras desiertas y asfixiantes del Sahara, apenas sin agua, fueron otra dura prueba. Al llegar a la llanura del Sahel, millares de cigüeñas les dieron la bienvenida.


Mientras la ventana de la habitación de Mateo permanecía abierta, la mañana amanecía luminosa.

La madre empujó la puerta sin llegar a entrar.

—¡Mateo! ¡Mateo! Levántate, que papá nos espera ya en el coche.

A los pocos minutos, al ver que no aparecía, volvió a llamarle.

—¡Mateo! Que vamos tarde.

La madre entró, levantó las sábanas y una almohada ocupaba el lugar de Mateo.

—¡¡¡Mateo!!! —gritó.

Nerviosa, tuvo una corazonada, corrió hacia la iglesia y encontró a Mateo dormido a los pies del nido de las cigüeñas, aguardando el regreso de Gala; él había cumplido por fin su sueño.

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