Pasaron los días, los meses, los años. Júpiter gira como gira Saturno. Y como Copérnico o Galilei, tío Rubén, defiende la teoría de que los niños somos el centro del universo.

Así fue que un día instaló en el medio del jardín un increíble subibaja “giratorio” de su propia autoría. Sí, sí. Con rulemanes incorporados en un único eje central que lo distinguía de los columpios y de los otros juguetes.

Era intergaláctico, viajero incansable, resistente a todo tipo de climas, pesos, estaturas o asteroides. Jugábamos en él grandes y chicos. Un torbellino de sueños, eso era. Un desorden de pájaros. La nave del tiempo. No existían las siestas.

Crecimos con mis primos. Jugamos y aprendimos todo tipo de acrobacias. Que nos fueron fortaleciendo y formando para el futuro que debíamos afrontar.

El césped no crecía nunca en su entorno. Y fue el espacio de los héroes más desopilantes. Chocolatadas derramadas, zapatillas voladoras, tirones de pelo en alguna ocasión, adivinanzas y canciones que giraban y giraban. Avistajes desde el panóptico si jugábamos a las escondidas. Compartimos en esos viajes miles de entusiasmos.

Una curita resolvía cualquier tropezón, caída libre, duda o prejuicio que ejerciera algún impedimento en ese niño interior que todos conservamos, y que no conoce el límite de sus sueños ni de sus capacidades.

Hoy a la distancia lo recuerdo agradecida. ¡Habrase visto locura! ¡Disparate! ¡Capricho de la vida! Un subibaja giratorio, moldeó mi infancia y mi corazón.

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