Poluxiones paulistas

Poluxiones paulistas

David Gallego

12/07/2019

Hoy me levanté, me bañé, me vestí y salí rumbo a San Pablo.

-¿Y a qué vine?

-A tomar cerveza.

-¿Y por qué no me quedé haciéndolo en Buenos Aires?

-Porque allá hace un calor de la gran puta. En cambio aquí, 24 graditos y en la calle un centenar de personas bebiendo cerveza.

Y para qué exagerar si eso es lo que vi desde que salí del aeropuerto: fiesta por aquí, fiesta por allá y yo animado con toda esa locura que no he visto ni en Argentina, ni en Colombia, ni en México; sin embargo, cuando llegué al departamento que alquilé por internet, los ánimos se me fueron al piso. Estaba hecho una mierda: sala desorganizada, mesa sucia, toallas usadas, cama revolcada, pelos en el baño y la basura por doquier. No podía creer que había pagado por una pocilga cuando por fotos parecía una mansión.

Me senté en la mesa desahuciado y empecé a recordar las veces que había venido a Brasil a visitar a Jessiquita, de lo impecable que eran los departamentos que alquilábamos y de lo feliz que había sido en esos lugares. Ella era la última mujer por la cual se me había fruncido, ceñido, encogido, comprimido, estreñido, arrugado y plegado el ojo del culo. Por ende, la llama seguía ardiendo; por ende, el pasado lo tenía presente. No iba a estar fácil pasarla bien si no conseguía estar mejor que antes. Así que como pude, me levanté de la mesa y me dispuse a arreglar la situación.

Le escribí al dueño del departamento para preguntarle el porqué de su estado, y de inmediato me contestó con un mensaje de audio en el que me pedía disculpas por el desorden. Que no le había quedado tiempo de limpiar nada porque salió apurado porque lo dejaba un avión. A mí eso me importó una mierda. No sabía qué hacer, no podía pensar.

Salí al supermercado, compré unas cervezas y cuando me tomé la tercera, empecé a suponer que el dueño era un marihuano que se quería ganar unos pesos arrendando su propio espacio; un dejado que no le importaba que las cosas estuvieran sucias; un posmoderno de mierda que le daba lo mismo todo.

Dejé de divagar y le respondí con otro mensaje de audio en el que decía lo siguiente:

-Ve, hijo de una gran puta: necesito que mandés a limpiar este departamento o te lo quemo; te lo incendio. Ahora mismo me voy de esta inmundicia y vuelvo mañana a ver qué tal está.

Luego salí y me fui de fiesta con una gente que había conocido en el supermercado donde había comprado las cervezas.

Antes de salir me comuniqué con la gente de Airbnb para informarles sobre el estado en que había encontrado el departamento, y para pedirles que hicieran algo. Pues bueno, ellos fueron buenos e hicieron algo: me llamaron en pleno carnaval a proponerme la cancelación de la reserva y darme una indemnización. No lo pensé dos veces y dije que sí. Dejé la fiesta, los amigos y fui por mis cositas. En el camino pensaba:

-¿Y si llego al departamento y luego empaco, y luego voy al aeropuerto, y luego viajo a Belo Horizonte, y luego busco a Jessica? Sería lo más fácil ¿No? No habría que buscar otro departamento, ni otro amoricito, ni nada de nada. Todo estaría dado y lo único que tendría que hacer sería reconstruir el pasado. Además, todas estas cosas me están pasando por algo… Es el destino que me habla…

Sin embargo, debía estar muy empedo porque yo no creo en el destino ni en la conjunción de cosas que nada tienen que ver. Si bien no había podido establecerme en un lugar, esto nada tenía que ver con nadie; además, pensar que el futuro está escrito es un error. El futuro se forja desde el presente, con cada paso dado; así que continué mi camino, llegué al departamento y busqué otro por internet. Cuando encontré uno, fui para allá y mientras admiraba su limpieza esperé a una niña de 19 que había conocido en el carnaval y con la que había quedado conectado por Whatsapp.

Apenas llegó le pregunté:

-¿Tú sabes donde hay un bar en el que se pueda comer algo y tomar cerveza? No he comido en todo el día…

-Sí sé. Vamos.

Y nos fuimos. Eso sí, caminamos como un hijoeputa porque nos perdimos porque la niña no recordaba donde estaba la avenida paulista, en donde había un bar con la comida que ella quería que yo probara. Yo le insistí que a mí me venía bien cualquier comida y ella me contestó que no; que me diera la oportunidad de probar. Yo le insistí que tomáramos un taxi y ella me contestó que no; que estábamos cerca; que no gastáramos dinero. Todos esos cuidados me empezaron a gustar.

Al llegar a la avenida paulista habíamos salido por la vereda contraria al bar, y nos separaba de este un separador de calle que medía un metro y medio de alto. Como no queríamos caminar más, paramos a ver qué solución se nos ocurría hasta que le dije:

-Yo de poder saltar esa barrera puedo, pero vos…

Y no había terminado de hablar cuando veo que corre y salta al otro lado como una gimnasta olímpica; como un cervatillo. Luego me tocó a mí y más viejo y no tan ágil, quedé trabado en la cima con una pierna a cada lado. Parecía una vaca atrapada en un alambrado. La niña en vez de cagarse de la risa y dejarme tirado, lo que hizo fue tomarme del brazo, ayudarme a pasar, y con ese gesto tan tierno a quitarme los remordimientos de un tajazo; a ser feliz en el hoy y no solo en el ayer; a reivindicar el paso dado.

En el bar comimos, tomamos, nos enamoramos y cuando nos cansamos, regresamos al departamento en el cual le quité la ropa, me quitó la ropa y garchamos.

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