El frío de aquella noche se colaba sin vergüenza por cada poro, venciendo sin esfuerzo la resistencia de la «armadura» que vestía el hombre que caminaba solitario por la a pedazos asfaltada calle.

Sus pasos acortaban la distancia y su boca soñaba el café que imaginaba oloroso sobre el fuego de la rústica estufa de dos puestos, con sus dedos, sin sacarlos del bolsillo, contaba imaginando su valor las monedas que eran su única fortuna.

Lloro como cada noche la puerta de oxidadas bisagras que en su melancólico idioma le daban la bienvenida y hacían que el vecino perro gritara sus madrazos en canino, violentando el silencio doloroso de la noche.

Como siempre entró a la humedad de su mal oliente pieza, apretó con su dedo congelado el interruptor escondido bajo el amarillo calendario de hace años y se hizo larga sombra su figura contra el piso.

No había café, ni agua, solo silencio, le latía el corazón en los oídos, le sonaba eco entre las tripas y con la misma ropa que venía, se dejó caer atravesado en la cama que dobló sus patas al sentir sus huesos.

Abrió lento sus ojos, camuflados en medio de mil arrugas, despegó con esfuerzo del paladar su lengua, corrió una lágrima a esconderse entre su canosa barba.

Se miró la mano, apretó su puño, le crujió el estómago, le tembló la cara y cerró los ojos para siempre

Darío Torres.

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