En cinco minutos serán las seis. Si pudiera saltar lo haría, pues el solo saber que ya casi llegas hace que cada partícula de mi cuerpo quiera brincar de alegría. Llevo un tiempo observándote y desde mi punto fijo he podido saber un par de cosas de ti. El primer día que te vi, supe que tenías el cabello rubio, aunque desde aquí arriba atisbo su origen negro; los labios carnosos y rojos como las fresas que vende el negro Antonio al otro lado de la calle, y unas piernas que, de tan largas, parecieran la verdadera escalera al cielo. Ese día algo se me movió por dentro. Desde mi quietud te miraba; en mí se encendió una llama que iluminaba tus noches y veía desde mi trinchera como enredabas tus dedos en los de cualquier borracho y volvías a mí después de un par de horas. Ese segundo día supe que tu trabajo consistía en ir y venir de la mano de cualquier desconocido; a veces arreglada, otras veces despeinada con las manos llenas de billetes y esa sonrisa de satisfacción del deber cumplido.

Moría de ganas de que me vieras por fin y te quedaras conmigo para siempre, sabía que mi destino se limitaba a iluminar tus pasos y ser cómplice de esos cortejos fortuitos y cortas pero extenuantes jornadas que te mantenían ocupada. Eso dolía, pero sentí más dolor esa madrugada que llegaste rota.

Todo fue extraño. Estabas más linda de lo acostumbrado; era tu cumpleaños, eso lo supe porque el negro Antonio te llevó una torta con una velita encima. Ese negro era mi mayor competencia, pero nunca me importó. De lejos se notaba que a ti te gustaban los tipos altos y brillantes como yo. El pobre negro era bembón, barrigón y chaparrito, un competidor con lejanas posibilidades de ganarse el corazón de la dueña de mi escalera al cielo. No te comiste la torta, la tiraste en un bote de basura; aún no entiendo porqué, pero siempre desconfiaste del negro. Esa noche te recogieron en una camioneta, salieron dos tipos muy elegantes, casi que uniformados, y te abrieron la puerta para que los acompañaras. Tuve celos. Dentro de la camioneta había otro hombre y, por el brillo de tu sonrisa al verlo, imaginé que se trataba de un hombre alto y brillante como yo. La camioneta se fue volando. ¡Claro! Yo también hubiera hecho lo mismo con tal de aprovechar cada segundo contigo.

Pasaron una, dos, tres horas…

Cuatro de la mañana, no llegabas. El temor me congelaba y por un momento sentí que mi luz se fundiría en un santiamén.

Cinco treinta. Ya viene la camioneta. ¡Moría de celos! Este no era el príncipe azul de cortas faenas y económicas caminatas. Era un rey con carruaje de acero que llevaba a su soberana de vuelta al castillo.

Estaba equivocado.

Con la rapidez de un rayo el carruaje se detuvo, las puertas se abrieron y caíste al suelo. La camioneta se fue y tú quedaste ahí, un poco más rota de lo que ya estabas. Tu pelo rubio, que ahora era rojo, se confundía con ríos negros que manaban de tus ojos. Cojeabas y mirabas confundida en medio de la madrugada, mientras recogías las monedas que habían quedado todas tiradas por el suelo. ¡Me sentí tan impotente! Hasta quise que el negro Antonio estuviera allí para abrazarte y darte otra torta de cumpleaños para que te olvidaras de ese dolor horrible y pudieras sonreír de nuevo. Por desgracia, a mí los abrazos me fueron negados desde el nacimiento.

Ese día te fuiste muy despacio. Te escuchaba llorar, pero yo no podía decir ni hacer nada. Mi trabajo era acompañarte, iluminarte, ser cómplice de tus andanzas aunque mi interior se desmoronara como tu pastel de cumpleaños. Pasaron varios días y no venías. ¡Odié tanto ser yo! Por primera vez en la vida quise estar en otro cuerpo, así fuera el del negro Antonio. Necesitaba buscarte, encontrarte y abrazarte fuertemente para que esos hórridos ríos negros que brotaban de tus ojos pudieran secarse para siempre. Estuve muy triste. Tanto que mi luz se apagó por unos días. Los vecinos se preocuparon, yo era muy importante en el lugar, y llamaron a un especialista para que viera qué era lo que me pasaba. Vino el susodicho y, muy a pesar de mi voluntad, logró que mi rostro otra vez se iluminara. Así, en medio de esa fría incertidumbre, transcurrió un mes.

Un día, estando muy cerca de las seis de la tarde, otra vez te vi venir. Caminabas sonriente y era hermoso ver el sol del ocaso iluminando tu pelo, ahora negro, que se movía al compás del gracioso caminar de tus piernas interminables . Quise brincar de alegría, pero no pude. En cambio busqué iluminar más que siempre tu noche para que aquellos que alguna vez te hubieran conocido pudieran verte aún más linda.

Alicia. Te llamabas Alicia. Ése fue el nombre que gritó el negro Antonio cuando te vio y no pudo contener las ganas de correr a abrazarte. Ese día no tuve celos, por el contrario, mi alegría era infinita.

De eso ha pasado algo más de un mes.

Sigues en tus andanzas, tienes de nuevo el pelo color sol y ya no te subes en camionetas por más tentadoras que sean las ofertas. El negro Antonio sigue vendiendo sus fresas y no me molesta que de vez en cuando te regale flores o te robe besos; me gusta la luz que sale de tus ojos cuando él te dice cosas bonitas, es una luz casi más brillante que la mía.

Yo te seguiré queriendo. No me importa que jamás pueda abrazarte ni salir corriendo a tu encuentro. Seguiré acompañándote con mi luz para que, sin saberlo, me sigas prefiriendo a mí, ese poste de luz que es capaz de amarte a pesar de estar condenado al silencio y a la odiosa orina de los perros callejeros.

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