Una calle ya sin color.

Una calle ya sin color.

Ana Méndez

19/12/2017

“Debo ir al trabajo” pienso mientras camino rápidamente por la vereda. Mis pasos van perdiendo la velocidad mientras observo la calle en la que me crié. Camino lentamente, intentando disfrutar cada paso. Trato de recordar cómo se sentía pisar el mismo lugar hace 18 años, pero no puedo. Soy una persona diferente, he crecido y mi huella es más grande. Me acerco a un pequeño montículo de tierra y cemento, los restos de una obra que nunca fue terminada. Me subo sobre él. Pero es tan solo un montículo de tierra, ya no es una alta montaña por la cual subir y gritar la victoria airoso. No logró sentir las mismas emociones que antes, he madurado y la inocencia se ha esfumado como si de un frágil velo se tratase. Intento recuperarlo, pero se ha ido. Mi visión es diferente a la de antes. El mundo tiene colores grises y la luz que antes desbordaba de mí y mis amigos ha desaparecido casi por completo. Casi.

Siento algo en mi abrigo, y al voltearme veo una pequeña manito en el. Es una niña “Señor, esa es mi montaña.” Consigo percibir ese color que tanto anhelaba en sus ojos, unos ojos repletos de inocencia y sueños. Unos ojos que ven el mundo diferente a como yo lo hago. Para ella, aún sigue siendo una montaña.

Puedo empezar a jugar con ella, intentar recuperar lo que he perdido. Pero en cambio, asiento con la cabeza y lentamente salgo del lugar. Camino hasta que pierdo de vista mi antigua calle y llego a una avenida, de pronto olvidándome la nostalgia que estaba sintiendo. “Oh, llegó tarde” suspiro al ver el reloj, y volver a mi usual vida.

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