Memorias de María Palito

Memorias de María Palito

Yano

29/12/2017

Convencida hasta jurar por Dios que nadie la atraparía en su escondite, María Palito se enredaba como podía entre las altas ramas del almendro. La luz de la lámpara, cuya expansión era suficiente para poner al descubierto hasta los más ocultos y olvidados acontecimientos del barrio, nos dejaba ver a la niñita acomodando su esquelética figura, abrazándose al ramaje, tratando de confundir su cuerpo con el árbol.

Claro que ella no se llamaba así, y que en nuestro juego casi nunca se mantenía en el campo de lo oculto, sino que el desconocimiento de su verdadera identidad, y la carrera hacia el espacio glorioso de la meta de quien la había descubierto en lo alto del almendro, eran realidades en las que vivíamos nosotros para esa época.

Decían que la habían traído de Talaigua Viejo, tras el asesinato de su padre, para protegerla de los matones de La Guajira que rondaban el pueblo haciendo limpieza genealógica. Ya que él andaba en malos pasos y le había llegado la hora del castigo divino, la niña tuvo que cruzar en una canoa el río Magdalena ayudada por una vecina que le regaló el dinero del pasaje.

Llegó como pudo, un mediodía de enero, al umbral de la casa de su madre, que apenas la vio dio un salto en su mecedora de mimbre, haciendo malos gestos y lanzando maldiciones a su difunto exmarido, y preguntando enseguida a María Palito qué estaba haciendo aquí y no allá, que si era verdad lo que estaban diciendo en el barrio, que habían matado a uno de Talaigua que dejaba una niña y que la mamá vivía en esta calle.

María Palito, que se había sumido en un llanto escandaloso a medida que su madre hablaba, fue tomada por el brazo bruscamente para escuchar estas palabras:

—Entra, eres hija mía. —Y María Palito entró.

Durante algún tiempo no existió para nosotros. Más tarde, cuando ya había tomado confianza, era un terremoto. Las vecinas que todo lo veían comentaban sus vestidos cortos, su manera de andar, la maraña de su cabello y el descenso de sus mocos como las evidencias primarias de una maldición hereditaria.

—De tal palo —decían—, tal astilla.

Nosotros la vimos atravesar la calle polvorienta de abril canturreando: «Yo no sé cuál estrella me vio ese día en que nací, ni la suerte que a mí me tocó, ni lo quiero saber», llegar a la tienda de la esquina e inventar ritmos de percusión con una moneda golpeando ruidosamente en la reja. «Ven y volemos a otro mundo, yo iré adonde quieras, dime nada más.»

Jugábamos con ella una noche en que su madre se asomó por la ventana y le gritó: «¡Entra!» y la oímos responderle: «No». También percibimos sus nocturnas jornadas de caza de lagartos sobre nuestros techos, su galopada tras haber roto el vidrio de una ventana con la tirachinas, o sus negativas ante don Vicente reclamándole las dos gallinas que le había robado por el patio. «Te vieron cruzando la cerca con mis animales», decía él. «Yo no fui», se defendía María Palito.

La vimos crecer a través de sus faldas. Con el paso de los años fue recorriendo la calle cada vez más seductora y descubierta de piernas, hasta la elevación casi total de su corazón al usar el dobladillo de sus minifaldas a la altura de las nalgas.

María dejó de jugar, y fue limitando su vida social a las actividades de ir a la tienda o sentarse a la terraza, bajo la sombra de la noche y la luz de la lámpara, con la secuencia de novios que constituyeron los hombres que la agarraban por todo el cuerpo en el desenfreno del placer y que eran diferentes cada mes.

Una tarde de la calle polvorienta de diciembre la vimos sentada en la tapa de la alcantarilla central. En medio del repiqueteo de las campanas de la iglesia, un indio montado en un burro atravesó el caudal de arena de nuestro suelo hasta llegar a María, y le dijo:

—Soy Mauricio Leal Pushaina, de la Alta Guajira.

A la orden —respondió ella.

El indio se bajó del burro y se sentó a su lado.

Tú ibas a ser una puta de fama grande, como tu mamá y tu abuela.

—¿Qué quiere?

Süsha tü apütawaakaa. Las fuerzas de todos mis ancestros reposan en mi corazón wayuu. Te ordeno, muchachita, que abras los oídos de tu alma a los sonidos de mi boca.

“Cualquiera te iba a cantar, en la parte más famosa de tu futuro, Mujer marchita. Caminarías esta calle u otra y: «Cuando va a comenzar la noche comienza tu día, maquillada con mil colores para lucir más». Seguirías tu trayecto, morena, y la falda que tienes puesta, tan corta como es, dejaría brillar con los rayos del sol tus piernas. Y no cesaría la melodía: «Contame dónde está lo alegre de tu triste vida, vendiendo puñados de amores pa ganar el pan». Pero el destino es otro.

“En los lugares profundos de los sueños, los wayuu muertos conversan con los que duermen. Revelan cosas que los vivos no vemos. Así fue como mi abuela, desde el más allá, me dijo: «Mauricio, el que te robó las cinco cabras por el patio se llama Joaco, y en Talaigua Viejo vive».

“Entonces reuní a varios hombres de mi clan, y con el corazón enardecido traspasamos las sabanas de Sucre, los montes de Bolívar y las aguas del Magdalena hasta llegar allá.

“Cuando el alma envenenada de un hombre afecta espiritual o materialmente a un wayuu, el pago es la muerte genealógica. Se borra de este mundo su primer apellido. Por eso vine aquí, ¡para el adiós definitivo!”

El indio se puso en pie, elevó su bastón de mando, y con el repiqueteo de los golpes en el cuerpo de María desapareció un apellido que no tendría salvación ni con mil calles polvorientas por donde correr y alejarse de la muerte.


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