Ahora me hace reír, entonces no. Tú no tenías ninguno cerca de tu casa. Yo, a pesar de las pocas casuchas que había en la calle corta y estrecha donde estaba la mía, tenía dos que me acechaban cada noche. Tu te fuiste del pueblo antes que yo y ya no volviste más. Quizás ya ni te acuerdes de ellos. Muchas de las casas más viejas tenían uno en el piso alto; un agujero más o menos cuadrado que a veces se cerraba con unas cuantas tablas o con un saco viejo lleno de paja. Si te acuerdas, la mayoría estaban desnudos de cualquier cosa que impidiera salir a lo que hubiera en el oscuro y amenazante interior. Mi temor provenía del miedo a la oscuridad y de las historias que había oído contar sobre lo que podía esconderse allí dentro. No me preocupaba tanto de su existencia los días de verano cuando, a través de él, se arrojaba la paja con tornaderas desde los carros que venían de la era. Para nosotros era una gran diversión, entre gritos y risas, acompañar a los mayores en aquella tarea y dentro del pajar, en coritas, revolcarnos y hundirnos en aquel mar cálido. La diversión se prolongaba después en el baño del río para quitarnos los picores de la paja. El boquerón había perdido su significado más ominoso.

Durante el día, los boquerones eran casi invisibles para mí. En la noche, con las calles solitarias y mal iluminadas, adquirían una presencia más oscura y misteriosa. En las calles más anchas, si había otras personas, apenas merecían alguna mirada de recelo. Si estaba solo me alejaba de ellos por el otro lado de la calle sin perderlos de vista hasta haberlos rebasado un buen trecho. Creo que tú también les tenías miedo aunque se te notaba menos. Nunca hablábamos de ello.

En mi calle era diferente, era estrecha y oscura y casi siempre solitaria y tenía un primer boquerón que acechaba y del que, en la noche, no me podía alejar demasiado camino de casa. Con cada paso se acercaba amenazante, pero cuando casi lo había rebasado me esperaba el siguiente, pocos pasos más allá.

Entonces tenía la sensación de que podía ser atrapado de un momento a otro por cualquiera de aquellos agujeros negros o por los corujos que, según decía alguna persona mayor para asustarnos, los habitaban y podían llevarse a los niños más confiados; unos seres taimados que imaginaba desnudos y tan oscuros como el mismo boquerón y cuya presencia sentía como algo muy real e inquietante.

Esto disparaba en mí una carrera enloquecida, sin mirar atrás, hasta que empujaba la puerta de mi casa casi sin aliento; la luz y la calidez interior y la presencia de mis padres disipaba toda angustia. Los boquerones dejaban de existir… hasta la noche siguiente.

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