Teresa descendió por la calle Luisa Cáceres. Desde su apartamento hasta la Casa Boulton, debió tardar cinco minutos (esa era la costumbre), pero, aquel día, no hubo rutina ni cronómetro en mano. Al ritmo de los otros transeúntes, siguió avanzando hacia el casco histórico de Pampatar. En bajada, fue componiendo el escenario. Su aproximación a la plaza, le indicaba que estaba llegando a la primera parada.

A la izquierda, su mirada se tropezó con la Iglesia del Cristo del Buen Viaje. Giró y divisó el Castillo de San Carlos de Borromeo. El olor a algas, la hizo retomar su objetivo y abandonó el sitio para ir al encuentro con su amiga Rocío. Podía divisarla a pocos metros. Sentadas en el boulevard, iniciaron la tertulia.

–Los recuerdos llegan como torbellinos, Rocío. Es imposible dejar de contarte siempre la misma historia. Como era la costumbre, vinimos a la playa a celebrar su cumpleaños. Pero desde ayer cambio la trama.

–No te castigues, Teresa –le dijo Rocío con un hondo aprecio.

–Era mi único hijo, mi Carlos, mi todo. Él tenía exactamente nueve años. Nos sentamos en la orilla para remojar nuestros pies con la espuma. Si no hubiese olvidado la toalla, la historia habría sido otra. Fui a buscarla al carro y cuando regresé él no estaba.

–Pero, no te culpes.

–¡Cómo se acaba una vida en fracciones de segundo! ¡Enloquecí! No supe si el mar lo arrastró o el misterio navegó en aquel barco con una bandera negra que todavía veo ondear en el horizonte.

– ¡Basta de culpas!

–Grité, grité, la gente se aglomeró. Gritamos, pero nada cambió. Me fui un tiempo a la casa de mis padres. Desde que regresé continué cumpliendo mi promesa. Ayer cumpliría diecisiete años. Siempre pensé en pasado. Nunca lo sentí vivo. Pero me equivoqué. Esta vez, me esperaba. Él estaba allí. Era mi hijo.

–Te confundes, Teresa.

–No se lo tragó el mar. Era mi Carlos. Es apenas un joven, pero parece mayor. Me dijo que solo había venido por el juramento. Le rogué que se quedara, mas se fue. Tenía poco que decir, aunque todavía lo sentía cercano a mí.

–¡Entonces es cierto! Lo delata tu emoción.

–Su apariencia es extraña. Ahora sé que los piratas existen. El misterio continúa en ese barco que vi partir con su bandera izada. No sé cuál dolor es más grande, si el que me dejó mi hijo de nueve años o este hombre que también es mi hijo.

Ella, se refugió en el abrazo de Rocío, quien no contuvo las lágrimas. A lo lejos se escuchaba la algarabía de los bañistas. Enfrente, la gente se incorporaba a su sitio de trabajo. Teresa se levantó con un impulso inspirador. Ató con firmeza la cinta que resbalaba por su cabello. Sonrío y retomó su marcha calle abajo.

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