Mi ciudad. Mi barrio. Mi casa. A veces me sorprendo pensando, que en aquella calle cuyo nombre recuerda a un horticultor Español llamado Francisco Vidiella, viví los mejores años de mi vida. Tal vez esa calle no vivió sus mejores años conmigo, y no es para menos, si tan solo fueron 14 los que compartimos.

Me gusta fantasear con la idea de que, al igual que yo, otros niños en otras épocas saltaron, rieron, lloraron, respiraron y pisaron ese mismo lugar, solo que con distintos años de diferencia. Me gusta pensar en eso, porque le da magia a esa calle, a MI calle, a pesar de que su extensión se limita a una sola cuadra. Y yo se que tiene magia, porque absorbió la felicidad de la gente que vivió y que aún vive ahí.

Y no sólo la calle, también es mágico el apartamento en el que viví durante toda mi infancia. Podría pensarse que resultó agobiante tener a una niña entre cuatro paredes, durante el auge de su vida, pero no fue así.

Y no lo fue por ese patio, el patio que al no estar cercado, era prácticamente una continuación de esa calle tan única. Tantas veces lo comprobó esa pelota al salir disparada, y por cuestiones que desconozco, esquivar por centímetros el auto que inoportunamente pasaba.
Ese patio también fue Don Francisco Vidiella, y lo será siempre, aunque actualmente esté tras las rejas y físicamente parezca que son cosas distintas.

Y que orgulloso estaría Francisco , si supiera todo lo que aprendimos con mi hermana al vivir ahí.

Porque no hay mejor forma de aprender, que jugando.

Los primeros amigos, las canciones, los gritos (nuestros y de los vecinos, que pedían silencio al horario de la siesta), el desconocimiento de la palabra frío, a pesar de haber cero grados Celsius. Las andadas en monopatin, que no las paraba ni un hueso roto. Los caracoles que se comían las plantas de la vecina, el juego de la mancha, las escondidas, el lobo está?, la rayuela (un juego que pienso, comparten todas las generaciones), la generosidad, la paciencia cuando tu amigo no podía salir a jugar , las peleas, los abrazos.

La vecina de dos casas al lado, que nos apretaba los cachetes y nos regalaba chocolate cuando nos veía aburridos, sentados en la vereda sin saber que hacer. El olor a jazmines del árbol de la cuadra y las picardías de tocar timbre y salir corriendo.

Ninguno de nosotros sabía qué era un celular, ni estar adentro jugando al play station era una opción válida. Era esa calle, los amigos y nuestra imaginación.

La paz que había cada noche(que la entendí de más grande), que llevaba a los vecinos a sentarse en el murito de la calle a charlar y tomar mate. Calle inclusiva , al punto de saber los nombres de los vecinos, de sus hijos, de sus perros. Hasta los perros se ponían de acuerdo y ladraban en sintonía, como cantando una canción que sólo ellos entendían.

Años viviendo allí, me llevaron a ver nacer, morir y resurgir a un montón de personas y demás seres vivos.

También a vivir momento felices y no tan felices. El choque del taxista que se quedó dormido e irrumpió contra un auto estacionado y luego contra el árbol que tantas primaveras pasó con nosotros. Y enseguida de eso, la voz en grito de la vecina diciendo: Silvia te chocaron el auto!!!

Escuchar el ruido típico del afilador, anunciando su llegada. Ir corriendo a comprar helados a lo de Manolo, un señor Español radicado hacía años en Uruguay, pero que aún conservaba intacto su acento, acostumbrado a recibir en su almacén a muchos niños.

Escuchar de vez en cuando un grito de nuestras madres al sonido de : bajate de ahí que te vas a caer! Y subirnos igual, y luego caernos.

Aún recuerdo cuanto sufrí al mudarme. A pesar de que en ese momento no era muy consciente de lo que estaba pasando, presentía que algo no estaba bien.

Es increíble como alejarte unas pocas cuadras dentro de un mismo barrio, cambia tanto la percepción que uno tiene sobre su propia casa. Y digo esto, porque mudarme me hizo comprobarlo. Yo pienso que la casa de uno ,está en donde vive su corazón. Pero que lindo es que nuestro corazón viva en el mismo lugar físico que nuestra casa.

Lo cierto, es que nunca más me volví a sentir como en casa, desde que me mudé del gran Francisco Vidiella, a pesar de vivir luego, a pocas cuadras de allí.

Siempre me gusta volver, para recordar el lugar en donde fui verdaderamente feliz.

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