Como suspendidos en el tiempo permanecen algunos de mis recuerdos, estáticos, inamovibles, pero temerosos de perderse conforme pasan los años.

Aquella calle, angosta y polvorienta, que ahora me parece tan diminuta fue –en algún momento- el albergue de tantos juegos, sueños, inventos y el mayor hacedor de amigos que pudiese existir.

Era un punto de encuentro obligado, en donde no existía el cansancio, ni mucho menos el aburrimiento, al contrario, en ese lugar cada elemento era parte de nuestra niñez y nada de lo que ahí había sobraba, ni faltaba. Era perfecto.

Hoy, mientras inútilmente observo como se desvanecen las imágenes, las sensaciones y hasta las palabras, sólo me queda atesorar este recuerdo, con una calle que ya no existe y con los fantasmas de lo que algún día fuimos

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