Un antes, un después

Un antes, un después

Silvia Rózsa

19/02/2018

Hubo un antes y un después cuanto teníamos diez años. Siempre ocurre, es cierto, pero lo que sucedió cambió el matiz de nuestra niñez, cambió nuestras vidas radicalmente.

Vivíamos en el pasaje Juan Díaz de Santiago de Chile, una calle sin salida, donde un edificio de cinco pisos se levantaba en la esquina y casas, de uno o dos pisos, con jardines pequeños y rejas, bajas y altas, se disponían a lo largo del pasaje. En ambas aceras se elevaban algunos árboles, cómplices de la sombra de cada tarde.

En esos años los autos eran escasos y en Juan Díaz gozábamos de cierta seguridad. Teníamos una vida rutinaria durante el día, pero después de la cena salíamos a jugar. Siempre había algo curioso y divertido por hacer, algunas ideas como tocar el timbre de las casas y salir escapando nacían de Angélica, Enrique o Clara (yo); otras, como jugar a las escondidas y tener por premio un beso en los labios, eran de Patricio, Olga y Andrés, los chicos mayores con dos o tres años.

Éramos felices tanto con el juego de “Señora me vende huevos…”, como en las fiestas a media luz que organizábamos en casa de Angélica. Obvio con la supervisión de su mamá que de improviso aparecía en una esquina de la sala para sorprendernos en algún acto indebido mientras bailábamos una lenta.

Una noche de otoño tardío en que el viento soplaba fuerte y no tenía indicios de cesar estábamos aburridos. De pronto, Andrés propuso investigar cómo era por dentro la casa de dos pisos que día y noche tenía las ventanas cerradas y ni siquiera un resquicio de luz se filtraba por ellas en las horas del crepúsculo.

Andrés buscó una linterna y con ella nos fuimos guiando para trepar la reja y luego dirigirnos al patio trasero de la casa para buscar una puerta por donde ingresar. En esos momentos el viento se convirtió en ventarrón. Andrés dejó caer la linterna, se quebró y nos quedamos a oscuras. El fuerte viento abrió bruscamente las ventanas y la puerta que daba al patio.

Quedamos plantados en la tierra. Nadie se movía, cundía el pánico. Aun así tomamos valor y llegamos a la puerta e ingresamos. Nos dirigimos a la sala guiados por la tímida luz de la calle que se colaba por una de las persianas de madera. El viento seguía intimidándonos, un silbido molesto penetraba por las rendijas de las ventanas.

Ya en la sala, un repentino chirrido de escaleras y sonidos de pisadas nos hizo temblar. Las pisadas provenían de la escalera que daba a la sala y se aproximaban con una luz tenue. En pocos segundos apareció una anciana de cabellos plateados con candelabro en mano. Vestía un camisón blanco y largo, su rostro era arrugado. Estaba flaca, muy flaca, como si no hubiera comido en años. Parecía un fantasma, pero no lo era. Se cruzaron nuestras miradas y salimos tan rápido como pudimos.

Pasado este episodio volvimos a nuestros juegos rutinarios hasta el fatídico 11 de septiembre de 1973, día del golpe militar.

La Junta Militar decretó toque de queda el 12 de septiembre. En Santiago nadie podía salir. Ese día nuestra calle estaba desierta. Nuestros padres habían cerrado la reja y se habían llevado la llave para dormir tranquilos la siesta. Cerca de la dos de la tarde no sabíamos qué hacer; conversábamos en voz alta desde nuestras casas, detrás de las rejas, cuando Patricio propuso jugar a la pelota. Después de vacilar un rato, decidimos salir, aún sin el permiso de los papás. La reja de nuestra casa era alta y me costó subirla y saltar a la calle.

No había pasado ni 15 minutos cuando oímos frenar de golpe a un bus en la esquina del pasaje, frente al edificio. Se acabó el juego. Del bus bajaron decenas de militares armados y empezaron a disparar hacia el edificio, primero, y luego, hacia todos lados. El susto fue tal que nos quedamos pegados al pavimento. Alguien salió corriendo del edificio y las metralletas orientaron sus disparos hacia el pasaje. El ruido era ensordecedor y una espesa nube de humo se formó desde la esquina y avanzó hasta cubrir la calle.

Mis amigos corrieron a sus casas. Yo no sabía qué hacer, para dónde ir. Mi reja era alta. Me quedé paralizada esperando lo peor cuando don Mario, el vecino que vivía frente a la casa, gritó:

  • -¡Clara, ven acá!

Mis piernas se soltaron del pavimento, todavía no sé cómo, y entré corriendo en su casa. Allí me ordenó acostarme en el suelo, boca abajo, porque era más seguro. El tiroteo se había reanudado. Parecía que la pesadilla no terminaría. Estaba al lado de la ventana de la sala y, cuando don Mario no me veía, levantaba una esquinita de la cortina y espiaba hacia la calle. Pensé que mis padres se tenían que haber despertado con el ruido. No sabían que estaba en la calle y menos en la casa del vecino. Quería levantarme para ver la ventana de mis padres y hacerles señas, pero don Mario, me ordenaba volver al suelo.

Al poco rato se escuchó que el bus partió. Vi por la ventana que el humo se dispersaba y poco a poco se perdía entre las casas. Don Mario echó una ojeada y luego me dejó salir. Miré hacia la ventana de la casa y vi que mis padres estaban allí con la vista puesta en la calle, como todos. Les hice señas. Me vieron y quedaron estupefactos. Se suponía que debía estar en la casa porque ellos tenían la llave de la reja.

A partir de ese día y entre los escasos juegos nuestro ceño permaneció fruncido. La niñez quedó truncada a nuestros diez años. Hubo un antes y un después del golpe militar en el pasaje Juan Díaz de Santiago de Chile.

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