Y que Dios lo bendiga

Y que Dios lo bendiga

Como todos los días, uno más en la vida de Omar. Todavía le faltaban unos cuantos años para la jubilación pero como todas las mañanas al levantarse se veía ya haciendo los trámites para acceder a ese estado de pasividad soñada. sabía que como todos los viejos laburantes el estar jubilado lo llevaría al límite de la miseria y que tendría que recurrir a sus hijos más de una vez para llegar a fin de mes, pero aún así el cansancio de la rutina lo hacía soñar con aquél día .

Llegó a su puesto de trabajo, la calle Florida. la mañana gris y pesada anunciaba un chaparrón inminente. Con su osamenta de cuarenta y pico de años tomó el pesado escobillón y empezó a juntar los deshechos desde Florida uno, hasta el final.

Tenía la costumbre de mirar detenidamente al suelo mientras barría- Uno nunca sabe, solía decir, por ahí te encontrás con algo de valor.- Acá la gente va tan distraída que se le puede caer el corazón, los otros lo pisotean, lo patean, va a parar al cordón al lado de la alcantarilla y el que lo perdió ni siquiera se da cuenta. y así andan estos…-.Y realmente a veces ocurría que encontraba un rollo pequeño de billetes de cien y cincuenta, alguna cadenita que relucía en el gris de la baldosa como oro pero que tan sólo era una estampa bonita de latón con un baño dorado de esos que se van desluciendo al contacto con la piel, otras veces solía encontrar tarjetas de variada procedencia, si tenían la pinta de ser un documento, entonces las recogía, las llevaba a su estación de trabajo en el lado sur de la ciudad y se disponía a llamar al infortunado dueño que como siempre ni se había percatado de la pérdida, para decirle que no se preocupara y que podría venir a rescatar su documento en la dirección de su trabajo. Las más de las veces los dueños le agradecían con un apretón de manos y que «Dios lo bendiga». Pero Omar sentía que Dios no lo bendecía. Llevaba demasiada carga en sus espaldas y hasta el momento no había podido o no había tenido la oportunidad de alivianar su peso. A los treinta y cinco se había enterado que sus padres no eran quienes lo engendraron y esa situación caló hondo en su corazón. Se prometió a sí mismo que no descansaría hasta saber la verdad, por él pero más por sus dos hijos que llevaban un apellido robado a la vida.

No podía explicar por qué esa mañana barría con furia como queriendo arrancar cada baldosa hasta horadar la tierra misma. tenía un impulso desmedido y el deseo latente de que de una vez por todas se hicieran efectivos esos deseos de «Que Dios lo bendiga». Hizo unas cuantas cuadras y más o menos a la mitad del trayecto pisoteada y a punto de despedazarse, una billetera negra parecía pedirle a gritos que la alzara.

La levantó, le sacudió el polvo y la abrió. quinientos pesos, varias tarjetas, una estampita de San Expedito y un documento de identidad. Como ocurría con todo los documentos que encontraba siguió los pasos acostumbrados.

Ya en el depósito, allá pasando la 9 de Julio al sur, se disponía a cambiarse para volver a casa, pero antes llamó por teléfono al dueño, mejor dicho la dueña de la billetera. Del otro lado una voz amable contestó, parecía la voz de una mujer mayor que al punto del llanto le agradecía con infinidad de bendiciones el hecho de haber encontrado el vital documento y salvarla del trastorno de los trámites que seguirían a la pérdida de ellos. Al escuchar la voz de la mujer, Omar que tenía en mano el documento de identidad se fijó en la fecha de nacimiento 27/03/1945.

Dos días después Margarita se hizo presente en el lugar a la hora que Omar le había dicho, allá pasando la 9 de Julio al sur. La mujer vino acompañada por una chica que no parecía ser familiar suyo. La tomaba del brazo en todo momento ya que Margarita estaba prácticamente inválida producto de la artrosis que estaba deformando sus huesos. Le dijeron que esperara en el hall del local. Un momento después se abrieron las puertas de doble hoja y una veintena de hombres con bolso en mano salía con cara cansada delatando la larga jornada. Viéndolos desde la distancia parecían humanoides, de aspecto similar, con gesto similar dirigiéndose hacia la salida, hacia ese pequeño espacio de libertad que duraba menos de veinticuatro horas para volver una y otra vez a la rutina.

Sin embargo la anciana, que estaba sentada esperando, se levantó con el ímpetu de sus veinte años y sus ojos lo reconocieron entre esa veintena idéntica y monótona.

Pasaron más de dos años de aquél hecho. Omar hoy afirma con toda convicción que finalmente el milagro que tanto buscó en cada baldosa se hizo realidad. Margarita hoy no está, fue poco el tiempo en que compartieron la dicha del reencuentro. lo suficiente como para componer dos corazones rotos, pisoteados como como los papelitos barridos por Florida, sólo que esta vez por esas cosas inexplicables del destino lograron salvar su existencia, vaya a saber si aventados por un remolino caprichoso en otoño o porque las bendiciones existen.

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