Consumía cigarrillos sin parar, mi propósito de dejar de fumar se había quedado solo en eso, en propósito. Estaba triste, no quería ni estar en aquella ciudad, ni en aquella casa ni en aquella piel, solo deseaba huir, como siempre. Me apoyé en la barandilla del balcón de mi casa con los brazos cruzados y me dediqué a fumar y a contemplar a la gente que pasaba por mi calle, la rue Duhesme en el distrito 18 de París, aunque en realidad, no la considero mía. Era Agosto, muchos conciudadanos se habían marchado a cualquier sitio donde se respirase mejor que en aquella ciudad, por lo que el tránsito de coches y peatones no era tan denso como en otras épocas del año. Una señora salía de la peluquería de la acera de en frente, llevaba el pelo tan repeinado que parecía más bien una peluca. Imaginé las horas de secador empleadas para ahuecar los cuatro pelos de los que disponía y también imaginé la desesperación de la señora cuando tras doblar la esquina la pieza de arte fuera perdiendo volumen poco a poco, desafiando los mililitros de laca invertidos. Todo sea por unos minutos de felicidad y autoengaño, dije para mí sin una pizca de piedad por aquella mujer que acababa de tirar varias decenas de euros a la basura.

Miré hacía la izquierda, un grupo de adolescentes ruidosos se acercaba sin duda en dirección al parque que se encuentra no muy lejos de mi calle, gritando y riendo por cualquier tontería. Entonces me acordé de cuando yo misma era una de aquellas adolescentes ruidosas y de sonrisa fácil, y acudieron a mi mente las palabras que a menudo pronunciaba una de mis tías cuando mis primas y yo nos juntábamos a reírnos de una mosca que pasaba. ‘Ay, Juventud, divino tesoro’. Ella siempre pronunciaba esta frase con una pizca de envidia en su voz, pero sin embargo yo no echaba nada de menos aquellos años en los que por no conocerme sufría por nimiedades. Ahora no es que la cosa haya cambiado mucho, pero al menos no me río como una idiota de cualquier sandez, ahora elijo con sumo cuidado lo que me hace troncharme de risa.

Miré hacia mi derecha; un matrimonio de mediana edad se acercaba cogidos del brazo. A pesar de este gesto cálido sus rostros reflejaban amargura, infelicidad, empacho el uno del otro y una saturación infinita. Se adivinaba fácilmente la naturaleza de su relación; ésta ya solo estaba basada en la dependencia y la costumbre, es decir, el único pilar que sostenía tan grata convivencia era el miedo al cambio. Bueno pues que os aproveche, pensé.

De pronto algo desvió mi atención, un chico muy atractivo venía caminando por la acera de en frente. Era alto, de pelo castaño claro, bien proporcionado y con cara de buena gente, como a mí me gustan. Sin pretenderlo sonreí ante su aparición como una idiota adolescente y me acordé otra vez de mi tía. El chico iba escuchando música con unos auriculares y por lo tanto no oyó el ruido del motor del coche que venía circulando a toda velocidad por su izquierda. El muy despistado se disponía a cruzar la calle sin mirar a los lados. ¡No, no cruces! Solo me dio tiempo a gritar a pleno pulmón estas palabras porque al segundo siguiente me encontraba en la acera de en frente, con un pie en la calzada y mirando a un chico castaño y alto que me gritaba desde el balcón del segundo piso del edificio de en frente que no cruzara. Cerré los ojos asustada y cuando los abrí de nuevo, volví a tener la vista de la calle desde mi balcón. Miré hacía abajo, el coche había frenado en seco, todavía resonaba en el aire el chirrío de los frenos, y el chico había quedado a unos cinco centímetros de distancia del capó del coche. Él a su vez me miraba atónito mientras algunas personas se acercaban para preguntarle si se encontraba bien. Me di media vuelta, corrí hacia la puerta y salí al descansillo, tomé las escaleras y las bajé de dos en dos a toda velocidad sin ni siquiera acordarme de dar al interruptor de la luz. Cuando llegué abajo, me lo encontré de bruces en la penumbra del portal, nos paramos en seco, nos miramos y dijimos al mismo tiempo: ¡He estado dentro de ti!

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