Últimamente las calles no son seguras o por lo menos a mí no me lo parecen. Crees que puedes andar tranquilamente por ellas y no es así. Se ha perdido íntegramente el respeto hacia los demás, incluso cruzando por donde se supone que es lo normal, os puedo asegurar que no es seguro.

Sobre todo en mi calle. Aquí los conductores van muy deprisa y no respetan nada. Pocos son los que te ven cerca de un paso de peatones y se paran para que pases. Otros, mientras estas cruzando están pasando por detrás, algunos te pitan si vas demasiado despacio y los más violentos son los que mientras hay uno que te deja pasar, el otro va y le adelanta haciendo que tu saltes de un brinco hacía atrás horrorizado. Claro que te cagas en su madre, pero, qué adelantas.

Esta claro que el civismo se ha perdido por completo.

Yo no podía ni imaginármelo. Aquella lluviosa tarde paseaba con mi perro y me metí debajo de una terraza para resguardarme de aquella fuerte e inesperada tormenta. Fue horrible. Caía tan fuerte que deseaba irme a casa. Estaba esperando que mi perro terminara de hacer sus necesidades, pero creo que no tenía ganas de hacer nada, que estaba como yo, harto de tanta agua.

Cuando la lluvia cesó, aproveché y anduve hacia mí casa. Me paré en un paso de peatones y fui a cruzar, miré hacía un lado y hacía otro. Un coche en sentido contrario paró y decidí cruzar. No me dio tiempo y sentí que algo me golpeaba haciéndome caer bruscamente al suelo.

Desorientada y confusa miré rauda hacia mí perro con el temor de que algo le hubiese sucedido. Y vi que venía temblando desde el otro extremo de la calle. Debió asustarse mucho. No era consciente de todo aquello y creo que permanecí en estado de shock durante un buen rato. Observé, a pesar de mi bloqueo mental, cómo algunas personas se acercaban a auxiliarme. Miré hacía arriba y vi a un hombre alto y delgado con un móvil entre sus manos. Unos gritos y lloros me hicieron mirar hacia el frente. La vista se me nublaba, pero observé a una mujer que se movía calle arriba, calle abajo. Estaba llorando y me miraba desconsolada, a la vez que me preguntaba:

—-¿Estás bien?… no te he visto, no te he visto.—repetía entre sollozos.

No quise ni contestarla. No podía hacerlo. Cerré los ojos. «¿Qué no me ha visto? ¿Qué iría haciendo? Será imbécil.» Pensé para mis adentros.

Un tumulto que parecía provenir de muy lejos, llegó a mis oídos. Eran todas las personas que estaban a mi alrededor y que se acercaron para ver qué es lo que había sucedido. Casi todos conocidos y vecinos, pues yo vivo a escasos metros. Intenté levantarme, pero me resultaba imposible. Un tremendo dolor se apoderó de mí. Me dolía la cabeza, la rodilla, la espalda…

Fue cuando me dí cuenta de lo que me había pasado. Me había atropellado un coche.

Observé a una vecina que se acercó y cogió al perro. Yo le pedí sin apenas aliento que lo dejara en casa de mi madre, seguidamente un policía se me acercó. Recobré la consciencia, ya había venido la ayuda y creo que eso me consoló. Recuerdo vagamente que le dije que tenía frío y él me metió en su coche. De pronto, escuché el fuerte sonido de la sirena de la ambulancia. Me ayudaron a subir a ella y me llevaron al hospital.

Allí empezó mi pesadilla. Me dijeron que tenía rotos tres ligamentos de la rodilla y una vértebra de la espalda aplastada y fracturada. Me colocaron una férula durante dos meses, una faja rígida y sentada en silla de ruedas. Me dolía muchísimo, a pesar de tomarme analgésicos para el dolor, no podía ni moverme.

Para mi se había congelado el tiempo. Todo el verano estuve triste. Sin ganas de vivir. No podía hacer nada. Tenía los nervios a flor de piel y lo único que oía era la palabra paciencia. Una palabra que sigo escuchando y con la que no encuentro consuelo.

Pasaron dos meses y empezó la tortura. Me tuvieron que doblar la pierna en fisioterapia ya que se me quedo tiesa como un palo. A veces pensaba que me iba a quedar así y la angustia se apoderaba de mí. Lo pasé tan mal, fue tan doloroso, que las lágrimas eran lo único que daban sentido a todo aquello. Era como si al llorar entendiera lo que me había pasado,y lo único que estaba consiguiendo era entrar en un círculo vicioso hasta alcanzar una depresión.

Todavía sueño con aquel día. Una pesadilla que vuelve noche tras noche y no me deja avanzar. Me oprime el pecho y me deja sin respiración. Una fuerza suprema hace que un extraño sentimiento de pena se apodere de mí dando cobijo al fuerte desasosiego que invade mí corazón. Tengo la necesidad de ocultarme ante el mundo, como si me diese vergüenza que me vieran en este estado.

Quizás algún día consiga salir y pueda ser la de antes. Trabajar, limpiar mi casa, sacar al perro, tocar mi guitarra y pasear sola sin que nadie tenga que venir conmigo. Cosas insignificantes y cotidianas que me hacen feliz y que por ahora no puedo hacerlas.

Estoy viva sí, pero me está costando un abismo salir de todo esto.

Esta calle esta maldita. Ya no por lo que a mí me ha sucedido, si no porque ya son cinco las personas que han sido atropelladas en ese mismo paso de peatones. Hace un mes una mujer con dos hijas fue arrollada por un coche en las mismas circunstancias que yo, las niñas resultaron ilesas, pero creo que esto tiene que terminar. Concienciar al conductor sobre el respeto hacía el peatón, porqué aunque se lleve un disgusto por lo sucedido, el que lo sufre es el atropellado.

Amalia Belinchon. Calle Arroyo del Olivar 83.

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