Nikos y la luna de Creta

Nikos y la luna de Creta

Sergio Frias

10/09/2018

Si la costumbre dicta celebrar el enlace matrimonial con un viaje de empalagoso nombre ¿por qué no hacer lo mismo cuando rompemos dicho vínculo? Sin divorcio firmado pero separación irreversible de por medio decidí refugiarme por una temporada en la tierra de Nikos Kazantzakis.

Mi último atardecer en superficie continental lo pasé observando la Acrópolis desde la colina de las musas; ya había estado ahí 10 años atrás en mi “mochilazo” virginal cuando tenía el valor de cambiar el mundo pero no sabía cómo. Bajé y cené en la Plaka, entre sirtaki, ouzos y platos rotos.

Creta, situada en un punto equidistante de Europa, África y Asia lleva en esta estratégica ubicación su penitencia: ha sido invadida en incontables ocasiones por romanos, bizantinos, árabes, venecianos, otomanos e incluso alemanes. Doloroso pasado que a Kazantzakis le basta una sola y bella frase resumir: “la mirada de Creta: una mirada heroica, sin esperanza ni temor, serenamente dirigida al abismo”.

Xania fue el punto de desembarco en Creta, isla donde nacen dos seres de mítica trascendencia: Nikos y Zeus. ¿Se puede pedir más de un pedacito de tierra rodeada de azul marino?

De Xania recuerdo claramente aquella tarde bajo el faro del puerto veneciano. La belleza del atardecer evocaba a Helena, la eterna, obsesión de griegos y no griegos, de actores trágicos y cómicos; personajes todos de esta comedia divinamente humana donde irónicamente, nada es eterno.

Iraklio fue la siguiente escala, donde con una botella de raki brindé (junto con todos los personajes de sus libros) en la tumba de aquél que tiene como epitafio la frase que define la libertad en su sentido más amplio: “No temo nada, no amo nada, soy libre”. ¿Y cómo no gritarle mi admiración sino leyéndolo ahí a su lado? La noche mediterránea caía.

En Knossos, mientras huía de mi propio Minotauro por laberínticos pasadizos, la sombra de Ícaro pasaba una y otra vez por encima de mi cabeza recordándome la fragilidad del vuelo y de las alas.

Y si el tema son la libertad y los ideales no podía dejar de pasar por Matala, playa rodeada de cuevas que en los años 60s dieran cobijo a hippies y Zorbas, a fogatas y sueños.

De Matala a Lentas el camino es difícil y más si no se ha desarrollado la capacidad de leer con presteza los letreros escritos en griego. Quizá por eso me detuve a preguntarle el camino a aquel anciano:

-Sigue recto 5 kms. Y das vuelta a la derecha, después vuelve a preguntar – me contestó en perfecto inglés.

-Pero, ¿hay alguna señal? –

-En la vida siempre hay una señal, lo que no hay es atención – contestó con seriedad.

Al alejarme y verlo por el espejo retrovisor me pareció que aquel hombre bailaba hasta perderse en el horizonte.

En Lentas me acosté sobre la arena a escasos metros del mar dispuesto a meditar sobre los encuentros y las despedidas cuando de pronto, como si alguien hubiera escrito el guión de aquella escena, de una de las cabañas de pescadores salió un hombre con una garrafa de raki y su lira (típico instrumento cretense) y tocando para sí me regaló eternos minutos con el fondo musical más apropiado que hubiera imaginado jamás. Todo disfrutando del tibio sol del invierno griego y ante la inmensidad de ese mar que me recordaba que de alguna u otra manera todos somos argonautas.

Agios Nikolaos me recibió con su pozo sin fondo donde desaparecieron sin dejar rastro los tanques alemanes capturados durante la Segunda Guerra Mundial. No vi mucha diferencia entre esos tanques y el amor que alguna vez se prometió eterno y que parecía indestructible. Noche de pena llena para confrontarme a mí mismo mientras la luna de Creta tarda una borrachera en cruzar el firmamento.

Llego a Rethymno. El camino al Ideo Andro es una sucesión de curvas atravesando el agreste monte Psilotiris, lleno de rocas blancas y fragmentadas. Llueve y la neblina nos remite a otro griego cuyo nombre empieza con A de Angelopoulos. Arribo a la enorme caverna y la nieve comienza a caer, se pueden escuchar el resoplido de Zeus y de mi soledad. Si en algún lugar fue criado el Padre de los Dioses fue aquí.

Y como todo viaje tienen un aparente cierre finalmente arribo al monasterio de Arkadi, lugar donde 800 cretenses (en su mayoría mujeres y niños) se defendieron durante dos días y sus noches contra 15,000 turcos. Cuando fue evidente que las defensas del monasterio serían desbordadas se les dio la opción a todos los sitiados de intentar la huída. La respuesta unánime y sin titubeos fue inmolarse al grito de “Libertad o Muerte” haciendo volar, junto con sus miedos, los barriles de pólvora que se encontraban en el sótano. Así surge esa hermosa novela en la que Kazantzakis nos habla de amar profundamente la vida sin temer la muerte.

Viajar es conocer y conocerse, capturar con los sentidos y permear el alma. A veces viajamos para huir, para no regresar. Nunca se regresa de un viaje.

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