Las personas a mi alrededor permanecían en completa calma, relajadas. Dadas las circunstancias, esta actitud despreocupada podía interpretarse como un comportamiento inusual, al menos visto desde mi perspectiva.

La última vez que tomé un vuelo en avión había sido en compañía de F., hacía algunos años atrás. Ahora que recuerdo, fue ella la razón de que me aventurase a emprender aquel viaje y una vez más, era ella la causa de que me encontrase en esta situación, contando ahora nada más que con su ausencia. El encontrarme solo en el viaje no hacía más que alimentar mi nerviosismo, conducta que, si me lo preguntan, considero acertada.

No pienso en mí como una persona cobarde ni temerosa de los peligros aparentes, más bien, me considero a mí mismo como alguien prudente, que goza de buen juicio; es esta misma condición mía, de la cual me siento tan orgulloso —y descontento a su vez—, la que me priva de gozar en su plenitud de este tipo de experiencias, como si me hallase continuamente viviendo bajo el supuesto de que cualquier eventualidad desafortunada de pronto fuese a convertirse en un hecho, como previendo un futuro lleno de tragedia improbable. En definitiva: un profeta del desastre.

Intenté relajarme cerrando mis ojos y descansando mi cabeza en el espaldar del asiento. No funcionó. La azafata, quien había advertido mi inquietud, me ofreció de buena manera un poco de jugo de naranja recién exprimido y vodka. Acepté agradecido. Esto había hecho bien a mis nervios, más por su trato gentil y atenciones que por el cóctel en sí. Mis compañeros de vuelo sin embargo, mantenían fácilmente un ánimo jovial y sereno, haciendo a menudo alguna broma referente a las turbulencias repentinas que el avión presentaba de vez en cuando y que, al menos a mí, no me hacían gracia alguna.

Silencié el ruido del exterior con mis audífonos, oía algunas canciones de los Beach boys en mi viejo Mp3 mientras despejaba mis ideas. Pensé en F. y en mí, en nosotros; en lo mucho que la amaba, en lo feliz que me hacía y de nuevo pensaba en nosotros, siendo felices juntos, amándonos. Me sumí tanto en estos pensamientos que, sin percatarme, el avión ya había aterrizado. Estábamos ya en Tokio, Japón.

Junto con la reservación del vuelvo contraté, además, un servicio turístico, mismo que se encargaría de recibirme en el aeropuerto y ocuparía del hospedaje. Me encontraba ahora rumbo a Aokigahara, situado entre las prefecturas de Yamanashi y Shizuoka, o eso había leído en Wikipedia. Se trataba del que era posiblemente el bosque más popular de Japón y seguramente también figura entre los diez más conocidos de todo el mundo por las razones equivocadas. Aokigahara goza de mala reputación, una asociada a los demonios y el misticismo y que se remonta a varios cientos de años atrás. Sin embargo, la razón por la cual el bosque tenía tantísima popularidad entre los turistas no eran todos estos mitos y leyendas locales, sino por ser un lugar habitual para las personas que desean poner un fin a sus vidas.

El bosque de los suicidas, así era apodado Aokigahara. El guía de excursión hacía especial énfasis en este hecho mientras parafraseaba las reglas del recorrido y lanzaba una que otra advertencia de por medio. En conclusión, estaba prohibido separarnos del grupo ni tampoco podíamos alejarnos de las zonas seguras, esas que se hallaban vigiladas y perfectamente señaladas para evitar cualquier tipo de confusión repentina. En caso de que alguna de las dos reglas anteriormente mencionadas no fuese estrictamente cumplida, la compañía no se hacía responsable de las condiciones en las que fuésemos encontrados. En algún punto del recorrido, me alejé.

Me adentré tan profundo en el bosque como pude, había oído que también era llamado mar de árboles y ahora entendía el porqué. La madera de los árboles era oscura, casi negra, estos se extendían hasta el cielo —o eso aparentaban— y su vegetación era además espesa, abundante. La luz apenas conseguía atravesar entre las hojas, dando una sensación similar a cuando el cielo se nubla.

Luego de varias horas de caminata mi Mp3 había agotado toda su batería. Yo tarareaba la canción ‘I get around’ mientras continuaba caminando sin rumbo aparente. Tenía la sensación de ser observado, como si varias miradas se encontrasen puestas sobre mí. Sí, Aokigahara en definitiva se sentía como un lugar lleno de misticismo. En el camino —si se le podía llamar camino al azar por el cual deambulaba— me encontré con varias señalizaciones y advertencias puestas en diferentes idiomas; las pocas que podía leer no eran más que mensajes motivacionales.

No entendía a F., y en definitiva, tal vez ella no se entendía a sí misma tampoco. De lo que estoy seguro es que ella es más ‘yo‘ que yo mismo. ¿Cómo podría yo entonces privarla de su libertad cuando me había enamorado de ésta? No, no podía, por eso la dejé emprender aquel viaje, sola. ¿Me habré equivocado…?

Muy probablemente la razón por la que F. se alejaba por su propia cuenta era porque, de quedarse, comenzaría a cambiar algo muy dentro de sí, como si se instalara y dejara de tener esa libertad que tanto apreciaba. Este era un hecho difícil para mí pero que tenía que aceptar, no porque quisiera, sólo no tenía opción.

Sentí el sol atravesar los entretejidos de mi sombrero de paja y como sus rayos daban en mi cara. Entonces lo entendí: a nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol, si toda la humanidad pereciera; a mí tampoco me importaba y, sin embargo, si F. faltaba en mi vida todo me parecía extraño, sinsentido. Mi compañera de viaje, mi amor, nunca te perdonaré el haberte ido sin mí.

Fotos por: Tania Releva.

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