El aeropuerto era el lugar más triste del mundo, aunque no creo que lo recuerdes. Tan aséptico como el bosque de bambú al que emulaba, pero infinitamente más ruidoso. El metal de sus ramas no estaba hecho para guardar el calor de todas las emociones que brotaban en cada bienvenida; mucho menos de las que se derramaban en las despedidas. En ese momento, sin embargo, tú casi parecías un ejecutivo más, mirando el reloj con impaciencia incómoda.
—No tenías por qué venir hasta acá —me dijiste de nuevo, como para cerciorarte de que lo había comprendido—. Vas a perder el colectivo.
—Quería hacerlo —contesté, forzándome a sonreír.
¿Cómo no iba a querer, después de todo? A nuestro lado, dos ancianos abrazaban a un hombre joven. Tenían los ojos cerrados y se apretaban entre sí con fuerza, a pesar de los abrigos. Parecían una mole agonizante de tres cabezas emitiendo por turnos estertores suaves. Nosotros también debimos parecer siameses en una ocasión. Siempre he creído que las estaciones de buses son más humanas que los aeropuertos o, al menos, más sinceras. No disfrazan las distancias entre pasillos laberínticos ni apuestan tu tiempo a la burocracia de los duty-free: cuando dejas de ver a la otra persona es porque el viaje es inminente. Lo mismo ocurre cuando llega. En la Estación Sur, nadie pudo robarme esos segundos de latidos en huelga mientras buscaba absurdamente tu mirada a través del cristal polarizado. Me reconocí en la desesperación de tus ojos perdidos en la dársena y también en la alegría bruta que la cubrió enseguida. Se me antojaban irreales después de tantos meses congelados en las fotos que me habías ido mandando, en las videollamadas a trompicones. Conocía esos gestos de memoria, las inflexiones de tu voz cuando me llamabas Ale. Sólo tú me llamabas así. Bajé del bus.
—Me hacés cruzar medio mundo para verte y todavía soy yo el que tiene que esperar —soltaste, con una indignación fingida.
«Bobo», quise responder, como lo habría hecho con una pantalla mediante. En lugar de eso, te besé. El primero de los muchos besos que vendrían en las dos semanas siguientes, tratando de compensar la contención acumulada. Me habías descrito ese momento tantas veces que creo que seguí tu guion automáticamente, aprovechándome de la maestría de tu pluma. Toda mi vida había huido de la cursilería de las palabras, tratando de ajustarme a la prosa gris que construye la realidad, para acabar descubriendo que había un hombre hecho de letras esperando por mí a doce mil kilómetros de distancia. Dicen que los escritores son los mejores mentirosos; yo creo que tu mentira estaba esculpida con tanto detalle que ni tú mismo te diste cuenta de lo que era.
Nunca pensé que pudiera echar de menos la propia nostalgia. La nostalgia anticipada que me hacía vivir en un sueño, aun siendo consciente de que todo era una burbuja frágil que explotaría al tocar tierra. Hasta entonces, fue el vehículo perfecto para conocer el diciembre de la capital. Vivimos esos días en una batalla constante entre las sábanas del hotel y las calles de Madrid. La observamos, inmensa, con el Templo de Debod a nuestra espalda, y el ocaso anunciándonos la retirada. Hicimos nuestros los bancos de la Plaza de Oriente, imaginando cómo sería escuchar a Puccini entre las paredes del Teatro Real. Robamos poemas a la tarde mientras caminábamos por el parque del Retiro y nos dábamos calor más allá del verbo.
Había estado un par de veces antes en la ciudad, pero nunca la había visto así de hermosa. Tal vez fuesen las luces navideñas que vestían todo el centro o tal vez ese filtro especial que te impone el rayo cuando te golpea y te hace ver el mundo como un cuadro de Monet.
Descubrí, aterrada, que eras tal y como me habías explicado en nuestras conversaciones con el océano de por medio: un tarado, como yo, enamorado del amor; de ese amor que es eterno mientras dura, como dijo el poeta. Aquella mañana te habías vestido para mí con tu mejor desnudo.
—El primero de tus regalos de cumpleaños —me dijiste.
Pero algo no marchaba bien. Tu móvil, casi repudiado tras haber hecho posibles estos meses de espera, se convirtió en una figura omnipresente el resto del día. Primero, acaparando tus miradas fugaces desde la cama. Más tarde, acompañándote en unas repentinas escapadas al servicio cada media hora. Tantas noches conociendo los entresijos de Malasaña y no fue hasta ese día que tu estómago decidió protestar. Para la hora de cenar, ya no podías ocultarlo. Estábamos en la Puerta del Sol, bajo ese árbol de Navidad horrible que acapara la plaza.
—Cuéntamelo de una vez, Martín —supliqué, más que exigí—. ¿Qué pasa?
—Me pediste que no hablemos de eso…—te defendiste.
—¿Esa va a ser tu excusa?
—También es su cumpleaños.
—Ya. Lo suponía.
En nuestro papel de Penélope compartido, al final habíamos estado tejiendo el sudario de nuestra breve relación. Probablemente ni ella misma aguantó los veinte años que se cuentan. O quizá, como tú, es sólo que en el fondo no era real. Nosotros mismos nunca habíamos existido más que en la imaginación del otro. Nos habíamos dibujado tal y como necesitábamos vernos. La realidad había resultado más grotesca. Los fluorescentes verdes y rojos me parecían totalmente fuera de lugar; la felicidad impostada de todos los que fotografiaban allí, una broma de mal gusto.
—Sigue siendo mi mujer, Ale —sentenciaste, pinchando así por fin mi burbuja.
—Tu ex mujer —intenté rectificar, ya empapada de jabón.
Miraste a un lado, como intentando esquivar mis palabras. Yo no podía sentir nada.
—Lo siento. Lo siento de verdad, Ale. Pensé que se había acabado.
Nunca había dejado de ser un amor de verano, aunque se hiciese realidad en diciembre. Al menos para ti seguirá siendo exactamente eso, ya en tu Argentina recalentada. «Enamorado del amor», recordé. De un Madrid que refulgía sólo porque era un reflejo acuarelado de todo lo que pudo haber sido.
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