Llevaban tiempo soñando con aquel viaje, hacía veinte años que estaban casados y su matrimonio había agotado ya las lunas de miel.

Decían que aquel sitio era el mejor lugar en el mundo paravolver a enamorarse.

Allí el mar azul acaricia suavemente a la piedra que en él se zambulle. Él y ella juegan contoneándose en curvas sinuosas y cuevas fascinantes de distintos colores. El mar se funde con el cielo y el sol sale y se pone en él cada día del año. La vista y el paladar se deleitan a la par en aquel lugar.

El buen comer y el buen beber acompañados del “dolce fare niente” condimentarían aquella travesía.

El viaje había comenzado como una ilusión, luego un deseo devenido plan, un proyecto tangible hecho realidad. Tantas charlas, búsquedas, lecturas, investigaciones, folletos, mapas, papeles. Cada detalle había sido visto y previsto una y mil veces antes de llegar al bendito destino final.

El punto de salvación de un amor ya sin amaneceres.

Él hacía tiempo se encontraba desencantado, más bien hastiado de tanta aridez; ya casi no le encontraba sentido más allá de su propio sin sentido. Sin embargo ella, aún tenía esperanzas, estaban allí: en Positano. Confiaba en que esta sería la última oportunidad de volver a enamorarlo, de recuperarlo. Dejó en sus manos todo lo referido a la planificación: él amaba controlar todos los detalles, ella amaba ser libre. En la juventud no lo habían notado, pero en la madurez se hacía presente y candente la diferencia. Como el buen vino, toma cuerpo al paso del tiempo.

Acorde al organigrama previsto con meticulosa y rigurosa casi tediosa anticipación, llegaron a su primer destino en la Costiera Amalfitana.

Tovere: un pueblito de montaña marítima que sería su refugio por tres días. Solo se llegaba luego de abandonar el coche en la ruta y caminar, maletas a cuestas, cincuenta escalones. La vista los valía. Montaña a la espalda, de escudo y por delante el mar extenso, y el poniente de un sol naranja. La escena la completaba un comité de bienvenida inusual: un joven pastor con un rebaño de cabras, con cencerros trepando la montaña al son de una canzonetta italiana. ¡Salido de un cuento!

La travesía de amor había comenzado bien pensó ella.

El segundo día era de ruta sinuosa y paradas. La estrella era la bella: Positano. Ella estaba ansiosa por llegar a la anhelada joya. Él quería conocer la gran ciudad y el puerto de Sorrento. Comenzaron con la gran ciudad. Antes de emprender viaje a la anhelada Positano, ella ya estaba de malhumor. Él decide hacer una parada técnica a cargar gasolina, en la gran Sorrento.

El día era lluvioso, era viernes, el sol brillaba por su ausencia. ¿Qué más podía pasar? Pararon a cargar gasolina como estaba previsto, y el auto se detiene frente al surtidor, …¡Nunca más arrancó!. Llamada a rentadora de autos, en francés, en inglés, en español. Era viernes, y era de tarde. ¡Todos quieren ir a casa! En cualquier parte del mundo, comienza el fin de semana.

El aire se cortaba solo de mirarse, los tanos gritaban menos que ellos; y ¡los tanos suelen gritar mucho!. Ella estaba furiosa, bramaba. Él desolado sin un plan b. Los reproches eran multicolor, más aun que las cuevas que habían recorrido. Los resentimientos, más profundos que los riscos que los habían acompañado a lo largo de de la costa. Cuando parecían a punto de saltar al vacío…llegó el auxilio: la grúa.

Aquel día terminó arriba de una grúa manejada por un veterano italiano con cara de pocos amigos, conduciendo a mil por hora, camino al taller, en aquellas rutas del demonio.

El tano en la cabina, ellos en el auto trepado arriba de la grúa. Aquella grúa los zarandeaba de una lado a otro, los golpeaba, los alejaba y los acercaba y los volvía a alejar, el recorrido comenzó siendo tortuoso. Hasta que, poco a poco, fueron aceptando el vaivén de la ruta recorrida y en ese paréntesis, como si fueran paseando en un carro de parque de diversiones, fueron reencontrándose, perdonándose, y volvieron a conversar y acurrucarse como hacía tiempo no lo hacían. Se sintieron acompañados nuevamente el uno con el otro, y curva a curva el fuego se volvió a encender mágicamente.

¡Ah! Por cierto a Positano, lo vieron pasar desde arriba de la grúa.



Hoy he vuelto con él, a cumplir lo que le prometí en aquella grúa.

Todos viajamos a dejarlo: nuestros hijos, él y yo; aquí se quedará. Esta vez lo hicimos en tren.

Yo pronto vendré a acompañarlo.

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