Aquella era la primera vez que viajaba a Cádiz. Llegó de noche y se dirigió directamente al hotel que había reservado en el barrio del Pópulo. Estaba agotado, hacía muchos días que no dormía bien. Desde la ventana de su habitación contempló, extasiado, una enorme luna llena.

Cuando abrió los ojos, eran las doce de la mañana, tras un rápido café se adentró por las blancas callejuelas de aquel hermoso barrio y poco a poco se fue impregnando de su latido.

Desde niño le acompañaba una mezcla de melancolía y tristeza a partes iguales. Su vida no había sido fácil, había caído muchas veces y siempre había conseguido levantarse. Pero ahora, por primera vez, tenía miedo y se sentía solo.

Recordó su infancia en aquel oscuro orfanato.Tenía tres años cuando llegó allí. Su madre le dió un largo abrazo tras meter aquel sobre en su bolsillo. El «te quiero hijo» resonó en su cabeza durante mucho tiempo. Después, esa cara morena y esa voz de niña se fueron borrando hasta desaparecer.

A los catorce años se escapó, harto de tanto rezo y tan poco cariño.

Sobrevivió haciendo algún trabajo mal pagado y hurtando comida acá y allá. En verano, le encantaba dormir al raso contemplando el cielo cuajado de estrellas. Pero los inviernos eran muy duros.

Tres años después decidió cambiar de vida, recogió sus escasas pertenencias y se subió en un tren con destino a Madrid. Cuando el revisor estaba a punto de echarle del tren un desconocido se ofreció a pagar su billete.

Aquel hombre se llamaba Claudio, hacía tiempo que era viudo. Se dedicaba a construir violines. En el tiempo que duró el viaje se contaron sus vidas. Claudio le ofreció un trabajo y un lugar donde vivir.

Pronto descubrió su vocación, su amigo le animó a matricularse en el Conservatorio.

Siguió caminando por aquellas calles perfumadas de azahar y fue a parar a un edificio “Teatro Romano” decía el cartel.

Pensó que era chocante la modernidad del edificio, comparada con la antigüedad de su contenido. A la entrada, un guía con acento gallego, daba una charla de presentación a los visitantes. Decidió saltársela. Avanzó por la galería de piedra escasamente iluminada, resultaba un poco agobiante. Por fin llegó al exterior. La luz cegadora del sol le hizo cerrar los ojos. Frente a él, las imponentes gradas.

Sintió que aquellas piedras, medio derruidas, guardaban en su interior el sufrimiento de cada hombre que había participado en su construcción y la emoción de todos los que habían asistido a las representaciones. Estaba seguro de que aquello había dotado a aquel lugar de un pequeño y duro corazón.

Entonces le vio, un niño estaba sentado en las gradas. El mundo se paró en el azul de los ojos del muchacho, tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer, aquellos ojos erán como los de su madre, después de tantos años había recordado algo de ella. Volvió a mirar hacía las gradas, pero el pequeño se había desvanecido.

Luego oyó un susurro «Tavira«, miró a su alrededor pero estaba solo.

Cuando salió del Teatro se encontraba exhausto, salvo el café del desayuno no había vuelto a comer nada. Entró en «El Malagueño» una taberna cercana.

De las paredes colgaban varías fotografías en las que aparecía el camarero acompañado de varios famosos. Entre unas y otras habría más de treinta años de diferencia. Toda una vida, pensó.

Mientras comía un plato de salmorejo y unas tortillitas de camarones, repasó los acontecimientos del día. Quizá se estaba volviendo loco, primero ese niño, parecía tan real y luego esa palabra, Tavira, susurrada por una garganta invisible. El malagueño le dijo que Tavira era el nombre de una torre vigía, la más alta de Cádiz.

Recordó otra torre, aquella desde la que dejó volar las cenizas de Claudio. Después de la muerte de su amigo estuvo semanas encerrado, con la única compañía de su violín, no paró hasta que compuso un réquiem para el único padre que había conocido.

Un día se miró al espejo, tardó en reconocerse, había adelgazado mucho. Se afeitó, compró ropa y comida y puso un anuncio en el periódico, iba a vender la casa, había demasiados recuerdos allí. Volvería a empezar de nuevo en otro lugar.

Entonces llegó Isabel, quería comprar la casa, al final los dos acabaron viviendo allí.

Antes de conocerla creía que eso de que todos tenemos un alma gemela era un cuento chino, pero comprobó que estaba equivocado. Conocía de memoria cada sonrisa, cada gesto, cada movimiento, cada palabra y cada silencio de su mujer. Pero como toda la gente que le importaba también ella se marchó. Ambos lucharon con todas sus fuerzas pero la parca no perdona.

Y ahora él, destrozado, estaba en Cádiz cumpliendo su último deseo.

Con un nudo en la garganta llegó a la torre Tavira, en la entrada no había nadie. Subió por la estrecha escalera de caracol. Le faltaba el aire, se arrepentió del cigarrillo que se acababa de fumar.

Desde arriba la vista era impresionante, allí estaba Cádiz, majestuosa, tan bella como la mujer más hermosa del mundo.

Sacó del bolsillo el viejo sobre arrugado y volvió a leer aquellas diecisiete palabras:

«Hijo vuelvo a Cádiz a ver mi último atardecer. Perdóname. Te quiero con todo mi corazón. Lucía»

En ese momento, se dío cuenta de que hacía mucho tiempo que había perdonado a su madre.

El sol empezó a descender lenta e inexorablemente hasta que desapareció dentro del mar. Decidió bajar a la playa a esperar al nuevo día.

Mamen

Cada día es un viaje, un nuevo comienzo…

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS