Los espíritus nómades somos así: inquietos, insatisfechos, soñadores. Sobre todo los que nunca estuvimos en Roma.
Yo ya había visitado Malasia con Sandokán, el bosque de Sherwood, la Pennsylvania de Mujercitas, incluso Macondo; pero nunca había estado en Roma. Nunca, hasta esa tarde de lluvia de sábado en que me senté bajo la mesa del comedor para ver, en la también lluviosa pantalla del pequeño Zenith, las viejas pelis en blanco y negro que pasaban por canal Trece.
A lo mejor la raíz del deseo por Roma fue el comenzar a imaginar que algún día podría ser una princesa de incógnito vagando por sus calles y monumentos a bordo de una Vespa. O que en Roma, caótica y vieja, podría encontrar el amor en las escalinatas de Piazza Spagna. Al fin y al cabo, Roma es amor escrito al revés.
Detenerme en el derrotero de los años que siguieron sería engorroso y aburrido; ni yo misma podría decirte exactamente cuántas veces vi Vacaciones en Roma al punto de aprenderme sus parlamentos de memoria. Ni las veces que soñé que Gregory Peck me asustaba cuando metía la mano en la Boca de la verdad de Santa Maria en Cosmedin o me invitaba a tomar champagne en el Café Rocca, cerquita del Panteón. Sí, ya sé. La Fontana de Trevi después de unos años sólo fue excusa para imaginarme bailando y chapoteando frente a los ojos lujuriosos de Marcello Mastroianni. Pero esa, esa es otra historia.
Los que nunca fuimos a Roma pergeñamos estrategias estrafalarias para llegar allí cueste lo que cueste. Inventamos excusas, pretextos, ahorramos moneditas que sabemos nunca van a ser suficientes para siquiera salir extramuros de la propia ciudad en la que habitamos. Y si vivimos transatlánticamente, lo imposible se vuelve categórico. Pero vos sabés que, a pesar de esa realidad insoslayable, nunca dejé de soñar con Roma.
Con el transcurrir de los años esa urbe se transformó en el compendio de mis pasiones más profundas: el cine del neorrealismo en adelante, la literatura desde Plauto hasta Moravia, las artes plásticas desde Cavallini hasta el arte povera. Todos mis amores me conducían, casi por embrujo, a la Ciudad Eterna y su arquitectura. Porque cuando uno sueña con cualquier ciudad del mundo- pero por sobre todas las cosas cuando sueña con su caput mundi-, se imagina inmerso en edificios, museos, plazas; transcurriendo calles, andando y desandando recorridos inagotables.
Nunca estuve en Roma y sin embargo una parte mía siempre estuvo allí –a lo mejor en otra vida-; los dos lo sabemos. Es por eso que hice todo lo que hice, para encontrarme con el resto de mí misma sin importar las consecuencias. No. No me estoy justificando ni estoy siendo indulgente conmigo, simplemente me atengo a los hechos.
Los consejos de mis amigos –si así puedo llamarlos aunque ahora lo dudo, no me refiero a vos, obviamente- me indujeron a estudiar arquitectura pero… Sincerémonos: nunca tuve el don ni de la prolijidad ni de la paciencia, menos que menos una mente matemática. Nunca sería Miguel Angel, jamás Borromini. Pero mi propósito no era construir nada, sólo un puente ilusorio que me acercase mágicamente al Castelo Sant’Angelo. Y así fue; promediando la carrera empecé a presentar ponencias en congresos de estética, arquitectura, teoría del arte. El plan era perfecto: una vez que me aceptaran un paper en el Viejo Mundo, mis padres orgullosos venderían sus almas al diablo para costear mi aventura con tal de que la nena regresara a casa cum laude. Sí, reíte, pero ¿acaso los congresos académicos de renombre no son la mejor excusa para viajar, emborracharse y vivir sin culpa, escudados tras la supuesta necesidad de abultar el propio curriculum vitae? Sin embargo–y recordalo siempre- Dios escribe derecho sobre renglones torcidos y mi brillantez académica no me llevó más allá de Rosario. ¡De haber sabido que sólo llegaría a trescientos kilómetros de la Capital no hubiese plagiado- ojo, parcialmente, quede claro- ese ensayo sobre La labor urbanística de Sixto V en Roma de G.C. Argan, con el consiguiente descrédito que me trajo en los claustros académicos!
No habiendo podido cruzar más los umbrales de la universidad ni sus alrededores, mi moral alcanzó el nivel de un felpudo… romano, obvio. ¡Ja! Igualmente Roma siempre estuvo ahí, en mí. Yo era Roma. Aún lo soy, aunque lo dudes. Debe ser por… ¿Viste esa manía que tenemos de asociarla con el amor eterno, el idilio posible? Pareciera que si te hablan en italiano, te quieren más y mejor. No te rías, boludo, lo digo en serio.
Y lo que siguió. ¿Para qué contártelo si fuiste testigo de mi propia locura? Sé que no te escuché; pero los que morimos por Roma, como nosotros, no nos andamos con chiquitas.
La estafa con ventas ficticias de bienes raíces era una buena estrategia para hacerme del pasaje, salvo por esos tres años de prisión. De paso… ¡Gracias por estar siempre ahí llevándome cigarrillos y haciéndome reír! Y después… Debés reconocer que intentar hackear la web de venta de pasajes aéreos… Sí, lo sé. Mala mía. No faltaste nunca a las visitas quincenales en el pabellón de Ezeiza. Admito: tu invitación a Roma con todo pago a mi salida, amigo, me hizo sobrevivir a ese renovado infierno.
¿Y ahora? Miranos por fin, ¡Si hasta parece irreal! Acá estamos los dos, Armando, espíritus nómades, caminando por nuestra adorada Cittá Aperta casi de la mano. Dos princesas en busca de su amor posible en esta ciudad que conocemos de memoria. Todavía no puedo creer haber visitado San Pietro in Vincoli y a Caravaggio en la Capella Contarelli. Eran mejores que en nuestros sueños, ¿verdad?
Ahora nos espera ese cafecito en Piazza Navona, cigarrillo de por medio y después, después Roma toda. Pero esperá. Es ahí, en la Fontana de los Cuatro Ríos, Armi. ¿La ves? Vos esparcí mis cenizas justo ahí que es donde siempre quise estar. Esa fuente está repleta de monedas que pagarán mi próximo viaje.
Para Armando, in memoriam
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